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Perro come perroAntonio R. Naranjo

Carta al Rey

Si don Felipe está para «moderar y arbitrar», no va a tener mejor momento que éste para desplegar sus responsabilidades constitucionales

Majestad, Señor:

Comprendo la dificultad que debe comportar ser el Jefe del Estado y no poder actuar con libertad cuando el Estado, como ocurre ahora, está amenazado. Y entiendo también que el factor moderador y representativo, por encima de la melé, garantiza la supervivencia de la institución y es su gran virtud: en tiempos de vértigo global, las referencias cercanas escasean, la identidad se resiente y el alejamiento de los problemas mundanos, para aparecer por encima de todos ellos, le permite irrumpir como solución a los más graves cuando todo parece fallar.

Pero también es cierto que el apartado 1 del artículo 56 del Título II de la Constitución, el que regula el papel de la Corona, es elocuente: «El Rey es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia, arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones, asume la más alta representación del Estado español en las relaciones internacionales, especialmente con las naciones de su comunidad histórica, y ejerce las funciones que le atribuyen expresamente la Constitución y las leyes».

Si el debate sobre si la «unidad y permanencia» de la España constitucional puede admitir alguna duda, aunque no hay peor ciego que el que no quiere ver cómo se desmontan los delitos y se indulta a los delincuentes que la discuten y cómo el Gobierno legaliza pasito a pasito sus objetivos; el de arbitrar y moderar «el funcionamiento regular de las instituciones» ya no es discutible.

Porque, en la España que usted reina, ese «funcionamiento regular» ha terminado: se utilizan trampas legales para someter al Tribunal Constitucional; se criminaliza a la alternativa democrática con acusaciones de golpismo; se alteran fraudulentamente las mayorías necesarias para sustituirlas por otras adaptadas al criterio del Gobierno; se acusa a los jueces y a la prensa de participar en conspiraciones y se ignoran, pisotean o asaltan todos los contrapoderes necesarios en un auténtico Estado de derecho.

Las mayorías parlamentarias dan derecho a gobernar, incluso cuando se componen tras haberse comprometido ante los votantes a renunciar a ellas, pero no a cambiar las reglas del juego sobre la marcha sin respetar los procedimientos perfectamente regulados para lograrlo: lo que Sánchez hace, cuando las normas dificultan sus excesos, es cambiar las normas por las bravas para que nada ni nadie pueda frenarle.

En este caso, para que nos entendamos, Señor, el presidente ha convertido la resistencia constitucional al separatismo, que usted mismo encarnó en su celebrado discurso de octubre de 2017, en un acto insurgente: de repente, apelar a la Constitución y querer que ella y sus instituciones frenen concesiones incompatibles con su letra y con su espíritu, es golpista.

Usted mismo, Majestad, sería tildado de golpista si repitiera las palabras que dirigió a la nación cuando Puigdemont y sus secuaces intentaron imponer la independencia unilateral, un episodio gravísimo pero ínfimo al lado del que ahora protagonizan Sánchez y su banda: entonces el desafío contó con la respuesta del Estado de derecho. Hoy el Gobierno intenta poner al Estado de derecho a su servicio para facilitar el «nuevo procés» y mantener a raya a quienes se nieguen a aceptar el atraco.

¿No le parece razón suficiente para intervenir de algún modo? Mientras usted participaba en la entrega de premios en memoria de Miguel Ángel Blanco, los amigos de sus asesinos celebraban en el Congreso el autogolpe de Sánchez y veían cómo los objetivos que no lograron matando a casi mil personas estaban al alcance de la mano gracias al Gobierno y a la Justicia chavista que trata de imponer para actuar ya con total impunidad.

¿No cree, Majestad, que eso es suficiente para hacer algo? No digo que usted se posicione contra alguien, pero sí a favor de algo: de recuperar el diálogo, el acuerdo y el consenso; y de reclamar que eso se haga respetando las normas. Porque la democracia es procedimiento y, cuando éste se ignora, deja de ser democracia.

Comprendo, insisto, lo delicado del momento. Pero entienda usted, Señor, que si el día de Nochebuena sale usted en pantalla a hablar del cambio climático, de la Agenda 2030 y de la inflación, y se calla como una puerta ante los hechos que estamos padeciendo en directo, quizá empecemos a preguntarnos para qué está usted los mismos que, cuando otros quieren echarle, contestamos que para momentos como éste. Ya nos hemos puesto mil veces en su lugar. Póngase usted una vez en el del españolito corriente.