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Perro come perroAntonio R. Naranjo

Así mueren las democracias

Más allá del conflicto con el Poder Judicial, la deriva de Sánchez hacia la autocracia forma parte de su genoma y solo hay algo que puede pararle

Ya hace cinco años dos profesores de Harvard, Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, teorizaron con brillante precisión sobre la progresiva deriva de la política, y de quienes la ejercen, hacia posiciones como la de Pedro Sánchez. Su ensayo Cómo mueren las democracias parece expresamente redactado para el caso del presidente español que, desde antes de llegar al cargo, ya exhibió en el PSOE la mezcla de tramposo y autócrata que ahora luce si pudor desde la Jefatura del Gobierno.

Los politólogos, deudores de la obra previa del español Juan José Linz que ya en 1978 teorizó sobre la quiebra de los sistemas democráticos, desmenuzan el modus operandi de los autócratas camuflados de demócratas, definen los cuatro indicios que permiten detectarlos y explican cómo, en el siglo vigente, los viejos golpes de Estado de acento militar se sustituyen por otros de idénticas consecuencias perpetrados con medios distintos.

Si los artículos en el exilio de Manuel Azaña sobre la Guerra Civil y la pinza contra la República que tejieron revolucionarios y separatistas guardan una sobrecogedora sintonía con las tensiones que los mismos protagonistas provocan en la actualidad; el tratado sobre las tiranías 2.0 escrito hace un lustro se ciñe como un guante a la personalidad, las decisiones, la actitud y los objetivos del dirigente populista que, tras privatizar el PSOE como carcasa de un frentepopulismo sometido a lifting, encarna el mayor desafío a la democracia conocido en España desde la Transición.

Para quienes creen que calificar a Sánchez de autócrata es un exceso y tildar de golpe institucional lo que intenta una barbaridad, resulta recomendable leer en voz alta las cuatro características que los profesores americanos señalan para ayudar a identificar a uno de esa especie:

El rechazo o la aceptación parcial de las normas esenciales del Estado de derecho; la negación de la legitimidad de los oponentes políticos; la intolerancia ante el distinto y, por último, la tendencia irrefrenable a restringir las libertades civiles de la disidencia, con especial fijación contra los medios de comunicación críticos.

Ni los más conspicuos seguidores de Sánchez podrán negar, aunque sea para justificarlo a continuación, que su advenimiento ha puesto en cuarentena las reglas del juego tradicionales; ha alentado la creación de «cordones sanitarios» para Vox y ahora ya también al PP; ha estimulado como nunca leyes ideológicas intransigentes con las creencias e ideas alternativas al monocultivo sanchista y, finalmente, ha desatado una confrontación con los escasos periódicos y las contadas radios que no aplauden al Gobierno, señalados como fabricantes de «bulos» y criminalizados como instigadores de una especie de conspiración siniestra al servicio de los poderosos.

La propia obra que señala el problema ofrece, no obstante, algún antídoto en tiempo real, necesario antes de que la vacuna electoral decida, cada cuatro años, si se remedia o no la enfermedad: son los partidos políticos quienes tienen la responsabilidad de frenar a personajes como Sánchez, y específicamente el suyo.

Porque aunque el ciudadano disponga del botón nuclear en las urnas, tal vez sea tarde cuando llegue su momento y el edificio institucional ya esté lo suficientemente desmontado como para poder reconstruirlo a tiempo de salvar la democracia.

Es el PSOE, que fue la primera víctima de las andanzas de Sánchez, quien tiene que ser el remedio: al votante se le puede hacer esperar; y a las instituciones se las puede derribar. Pero frente al partido propio, nada puede hacer si se moviliza.

Bastaría con que mañana comparecieran conjuntamente Felipe, Guerra, Lambán, Page, Ibarra, Susana, Leguina, Puente, Barbón y todo dirigente que sea antes español que socialista y antes demócrata que español. Esto se acabaría. Y si no lo hacen, serán cómplices necesarios de una tropelía que no tendrá fin si no se lo ponen. Los tiranos, y Sánchez lo es, nunca se paran.