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Oscura claridadClara Zamora Meca

Desahogo a mi virtud

Recuerdo con minuciosa exactitud la secuencia aquí narrada. A todo ello, como pasa con las vivencias intensas, le siguió el más profundo abatimiento

Corría una tarde de otoño del año 2016 de Nuestro Señor. Estaba en mi despacho de entonces, situado en la décima planta de un confortable edificio de la ciudad de Sevilla. Trabajaba junto a un inmenso cristal que me regalaba unas vistas estremecedoras de belleza. Preparaba mis clases de Historia del Arte en silencio, ante esa ventana que me otorgaba un poder tan íntimo como infinito. Abajo, en las calles, se movían criaturas que yo veía como insignificantes insectos. Inmersa en mis asuntos, apenas oí cómo unos nudillos llamaban a mi puerta. Di la venia y ésta se abrió. Aquella fue la primera vez que le vi.

Llevaba un traje de piel de marta y venía claramente a traficar con la carne. Aquel rey de la farsa se derretía ante su propia sombra. Por sus ojos asomaba fieramente su espíritu. Sus alisados cabellos no alcanzaban a ablandar su imagen. Su pulso latía acompasadamente a un ritmo saludable, como poniéndome a prueba. «En la grosera sensualidad de nuestros tiempos, la virtud misma ha de pedir perdón al vicio», dijo mientras se sentaba. Reí con ganas, pues reconocí la cita de Hamlet. «¿Eres el príncipe de Dinamarca?», pregunté divertida; pero en el fondo tenía frío, tenía miedo, pues sentía que no iba a poder oponerme.

Atrapaba el aire con esfuerzo como si estuviera ahogándome, cerraba los ojos y los abría, apenas podía respirar a causa del miedo. Él lo apreciaba y se reía con picardía: «Cuando siento que estoy enamorado, no me puedo concentrar», afirmó mientras se acariciaba a sí mismo. Se puso de pie. Presumió de que jamás deseaba nada, pero que en ese momento la ociosidad le estaba pudiendo. Me confesó que claudicaba ante las cosas elegantes, las habitaciones secretas, herméticas, esas que están acolchadas para atenuar los gritos, las torturas sutiles, las delicias voluptuosas, los abismos amargos y las esmeraldas. Me dirigí hacia la puerta para salir huyendo, pero apenas así el pomo, me cogió por el brazo y me susurró: «La embriaguez de vivir, sólo es eso».

Miré por la ventana y reconocí el paisaje, así que seguía allí, en mi despacho de la décima planta. Le miré y le dije: «Si uno no tiene nada, seguirá teniendo nada, por más que pierda. Usted está en la cima de la gran nada, pero no es ése mi caso». Comenzó a reírse con todas sus ganas. A continuación, guardamos silencio los dos. «Te prometo que no contaré esta historia a nadie –me susurró–. Soy incapaz de dejarlo aquí, además no sé cómo dejarlo. Si lo dejara, me habrías arrebatado esta historia y esto es parte de la humanidad, por más que uno luche contra sus instintos». Se hizo de noche, las luces de la calle se encendieron. Me llamaron para la cena. Rompí a llorar, sólo veía el cúmulo de los bellísimos cadáveres a los pies de Hidra.

¿Y a qué viene esta historia?, pensará más de uno. Sólo he tratado de alterar los contornos, dándole protagonismo al juego de la paradoja. No desdeñen el rigor del método para desarrollar extravagancias. Lo importante, en cualquier caso, es el ángulo de visión que le hayan dado a mis palabras y, si alguien me ha entendido o se ha sentido identificado en este texto, abdicaré sin rechistar ante sus juicios. Recuerdo con minuciosa exactitud la secuencia aquí narrada. A todo ello, como pasa con las vivencias intensas, le siguió el más profundo abatimiento. Mi entusiasmo se agota, como el año. Pero aún me queda aliento para desearles a todos mis lectores una felicísima Navidad de todo corazón.