Europa vista desde la otra orilla
Somos conscientes de que sólo unidos podemos los europeos afrontar los retos de esta emergente nueva época, pero eso no es suficiente
El éxito de la cumbre de la Alianza Atlántica celebrada en Madrid ha generado la sensación de que esta veterana institución, responsable del triunfo en la Guerra Fría, ha sido capaz de adaptarse a un nuevo tiempo, manteniendo la cohesión entre las dos orillas del Atlántico. En realidad, la sensación refleja una situación más aparente que real. Los europeos se habían mantenido sólidamente desunidos en torno a la política a seguir respecto de Rusia. Rusia invadió Ucrania porque podía hacerlo, ante la ausencia de un principio disuasor. Esa era nuestra responsabilidad y, consiguientemente, la invasión supuso el fracaso de Europa. En ese contexto a la diplomacia norteamericana le resultó fácil imponer un texto que implicaba reconocer que Rusia era «una amenaza» para la Alianza y China un «reto sistémico» para el «orden liberal». Los europeos lo firmaron, unos convencidos, otros cabizbajos y sin margen de maniobra.
Para la diplomacia norteamericana la guerra de Ucrania brindaba la oportunidad de humillar seriamente a Rusia, lo que en gran medida ha conseguido, y de revitalizar a la Alianza Atlántica, ya en servicios paliativos. En parte, esto último se ha logrado, pero conviene no perder de vista los elementos de fondo y no dejarnos llevar por las apariencias.
Estados Unidos nació como alternativa a Europa, un entorno fallido para muchos de los colonos. La vocación aislacionista de sus orígenes tuvo que ser revisada a la vista de su dependencia del comercio internacional y, con el paso del tiempo, por la imposibilidad de evitar los efectos de los conflictos en otras partes del planeta. La tensión nunca ha sido resuelta. La querencia y la necesidad chocan una y otra vez en una danza sin fin. Tras la II Guerra Mundial comprendieron que debían permanecer en Europa para garantizar su reconstrucción y su independencia frente a la amenaza soviética. Desde entonces vivimos en una relación íntima, con todos los problemas que ello conlleva.
Desde una perspectiva política, los norteamericanos llevaron mal que los europeos no invirtieran lo necesario para dotarse de divisiones con las que contener en el corazón del Viejo Continente una hipotética invasión soviética. Los dirigentes europeos de entonces concluyeron que el coste de la victoria era inaceptable y prefirieron situar la disuasión nuclear en primera línea. Con el fin de la Guerra Fría no se entendió desde Washington el encogimiento de los presupuestos de Defensa, hasta el punto de impedir la necesaria interoperabilidad entre las capacidades militares de los distintos ejércitos. Algo que ya se hizo patente en la guerra de Kosovo. En las últimas décadas el problema se agravó, pues hacía referencia a la propia estrategia. ¿Cómo se podía mantener en pie la Alianza cuando sus miembros no estaban de acuerdo sobre cuáles eran las amenazas? Con la Administración Obama Estados Unidos comenzó a vivir de espaldas a Europa. Con Trump la crisis se hizo evidente. Hoy en Washington ya no se sorprenden de que los europeos, tras acordar una nueva estrategia en Madrid, sigamos en abierto desacuerdo y de que algunos destacados dirigentes hagan declaraciones contradictorias o abiertamente contrarias a lo acordado.
Si nos fijamos en la opinión pública, con su inmediato impacto en el Capitolio, hallamos a unos ciudadanos que no entienden por qué tienen que poner dinero y arriesgar vidas humanas en defensa de unos europeos que tienen medios económicos de sobra para cubrir sus propias necesidades de seguridad. Peor aún, cuando viajan al Viejo Continente se encuentran con unos servicios públicos –salud, educación, pensiones, transporte…– que ellos no tienen. La situación, se mire como se mire, es, como poco, escandalosa. De ahí la presión para que la Casa Blanca reduzca su aporte a la seguridad europea y se concentre en aquellos lugares donde los intereses nacionales están realmente afectados.
El mundo corporativo norteamericano está plenamente inmerso en la Revolución Digital y en hacer la digestión, sin duda difícil, de los efectos no previstos de la Globalización. El futuro pasa por la innovación y por garantizar tanto las cadenas de aprovisionamiento como el acceso a los mercados. Puesto que ya no sienten el «vínculo trasatlántico» como un pilar de su acción exterior, han dejado definitivamente atrás la idea de establecer un espacio de libre comercio entre ambas orillas y, con ello, afrontar de manera conjunta los retos de la Revolución Digital. Una situación de la que toma buena nota la Unión Europea, en un momento en el que trata de encontrar su sitio en un entorno internacional que evoluciona en dirección contraria a lo esperado y deseado.
Sin restar un ápice de importancia a los acuerdos de Madrid, conviene no perder de vista las serias diferencias entre ambas orillas del Atlántico y, sobre todo, las aún más serias entre los propios estados europeos. Somos conscientes de que sólo unidos podemos los europeos afrontar los retos de esta emergente nueva época, pero eso no es suficiente. Estados Unidos, China y, con sus problemas, Rusia saben quiénes son, lo que quieren y cómo lo van a intentar conseguir. Ese no es nuestro caso.