El Gobierno contra la Constitución
No es verdad que, en una democracia, todo el poder resida en el Parlamento. Ese ideal populista es el de una dictadura con coartada demagógica: ha habido unas cuantas en el siglo XX. Todo el poder en una democracia reside en la ley
Quede claro, de entrada, que el Tribunal Constitucional no es Poder Judicial, ni le atañe función jurisdiccional alguna. De olvidar eso, sería fácil caer en la tentación que ayer enfangó a los adalides del doctor Sánchez. Cito a un diario mañanero: «Entramos en terreno desconocido con una intromisión inédita del Constitucional en la autonomía parlamentaria de las Cortes españolas». Lo cual no pasa de ser glosa editorial sobre las palabras del portavoz de Sánchez. Bolaños: la decisión del Constitucional «afecta a los fundamentos de la separación de poderes de nuestra democracia». En síntesis: para el Gobierno, la división de poderes habría sido saboteada por un poder judicial que, de un plumazo, habría invadido las funciones del legislativo.
Y eso sería ciertamente preocupante, si de verdad una instancia jurisdiccional hubiera anulado una decisión del Parlamento: esto es, si un tribunal de justicia hubiera invalidado una votación del legislativo. Muy convincente. Salvo porque es mentira. Ninguna instancia jurisdiccional ha declarado inconstitucional lo que el presidente hizo votar la semana pasada: ninguna podría hacerlo. La institución que supervisa el ajuste o desajuste entre leyes y constitución ha alzado nota de que el procedimiento seguido por gobierno y mayoría parlamentaria puede no haberse ajustado a lo que la constitución dicta. Y ha parado lo que, de consumarse, hubiera tenido atributos de golpe de Estado institucional. Lo ha hecho porque, en términos legales, sólo al Tribunal Constitucional –que no es Poder Judicial– atañe esa función de arbitrio entre ley y poderes.
No, no es verdad que, en una democracia, todo el poder resida en el Parlamento. Ese ideal populista es el de una dictadura con coartada demagógica: ha habido unas cuantas en el siglo XX. Todo el poder, en una democracia, reside en la ley. Pero la ley no es una voz divina que hable con sentido unívoco. Es un conjunto de textos complejos que exigen ser interpretados. Sin esa doble necesidad –complejidad e interpretación–, nada se entendería de la primacía que, desde Montesquieu, todos los regímenes garantistas –esto es, simplemente, vivibles– otorgan a la división de poderes dentro del inmenso aparato de dominio llamado Estado: «Que, por la disposición de las cosas, el poder contrarreste al poder». Sin ese juego de contrapesos, el ciudadano quedará aniquilado por una apisonadora letal: la de cualquiera de los tres poderes –Legislativo, Ejecutivo o Judicial– que lograse apoderarse de los otros.
En vísperas del ascenso del nacional-socialismo en Alemania y contra el garantista Kelsen, Carl Schmitt teorizará la conveniencia de que el hombre que es voz del pueblo, el Führer, guía de la nación y alma suya, tome en sus solas manos la tarea de decidir sobre los conflictos constitucionales. 1931. Como «defensor de la constitución», el Führer «crea ley» y él es su último fundamento: «La constitución procura especialmente dar a la autoridad del presidente del Reich posibilidades para enlazarse de modo directo con esta voluntad política del conjunto del pueblo alemán y para proceder en consecuencia como defensor y guardián del orden constitucional y de la integridad de la nación». Constitución y nación son lo que el Führer decida que sean. Sin instancias regulatorias que puedan refrenar la decisión carismática, que hace que en el ungido hable el «espíritu del pueblo». Ese ideal consumó Hitler: cualquier Tribunal Constitucional usurparía la voluntad de un pueblo, moralmente identificado con su Guía.
No veo al doctor Sánchez muy lector. Ni de Schmitt ni de nada. Pero en su entorno hay penenes de ortodoxia schmittiana que sabrán explicárselo. Le bastará un telefonazo. Si es que aún en Galapagar le cogen el teléfono.