El carácter español y la confianza en la suerte
En la sociedad campesina tradicional, la deseada suerte debía de llegar por un suceso excepcional
La palabra «suerte» procede del latín sorts (campo de labranza). Esto es, se asocia con ser propietario, que equivale a la fortuna y la libertad en una sociedad tradicional.
Un constante rasgo del carácter español, a lo largo de varias generaciones del mundo contemporáneo, es la gran confianza que otorga a la suerte, el azar. Se activa con una combinación de situaciones y actitudes. La más destacada es la aspiración de subir por la escala social y la dificultad de conseguirlo, dados los constreñimientos de la herencia familiar, la «casta» de partida. Así, que no hay más remedio que confiar en un acontecimiento extraordinario, que sea una verdadera ayuda.
En la sociedad campesina tradicional, la deseada suerte debía de llegar por un suceso excepcional: un tesoro escondido, una herencia de un pariente lejano, tener un hijo torero de fama. En la práctica, funcionaba mejor el llamado «éxodo rural». Siempre, quedaba la remota posibilidad de un premio gordo de la lotería o el equivalente de otros juegos de azar o envite.
Se podría pensar que, en términos de probabilidad, todos esos «golpes de suerte» son, más bien, taumatúrgicos. Lo fundamental no es tanto que sucedan, sino la creencia o confianza en que podrían ocurrir por una misteriosa acción del destino.
En diversas encuestas hemos indagado si los entrevistados se consideran personas con buena o mala suerte. Predomina un resultado más bien optimista. De ahí, la propensión a probar con todo tipo de loterías, apuestas, rifas, bingos, tómbolas. A todo eso se llama «jugar», porque es, ya, un placer. Una relación significativa es que las personas con un alto nivel de estudios o con buena salud son las que se consideran más propicias a ganar.
La creencia en la buena suerte es una especie de actitud secularizada de la tradicional fe en la Providencia. En las citadas encuestas, son los católicos no practicantes (el grupo más numeroso) los más dispuestos a creer en la suerte. En el lenguaje corriente, basta con desear «suerte» a la otra persona cercana, para que entienda que se trata de «buena» suerte.
La persona que juega a la lotería o equivalentes no piensa que se trata de un «juego de suma cero»: unos pocos ganan y otros muchos pierden. Realmente, el premio más cuantioso es para la empresa organizadora. En el caso de la Lotería Nacional, el seguro beneficio equivale a un gigantesco impuesto, que los contribuyentes pagan con gusto. El placer de jugar a la lotería está en la expectativa de ganar y, cada vez más, compartir el riesgo y la esperanza con otras personas cercanas. Por eso se habla de «participaciones». El premio supone una ganancia sin tener que esforzarse. El buen jugador de la lotería va a la caza del primer premio (el «gordo»), pero se conforma con la posibilidad de alguna opción más modesta.
En buena teoría, la confianza en la suerte debería haber menguado al compás del desarrollo de la sociedad, con posibilidades más seguras de ascenso social. Empero, las cosas no son tan racionales. El misterioso placer de tentar a la suerte seguirá siendo un estímulo para mejorar de situación. Casi todas las personas consideran que, siempre, hay otras por arriba en las amenidades que proporciona la vida. Es decir, en todas las situaciones se puede ascender, socialmente. Qué mejor logro que conseguir tal efecto sin tener que esforzarse, esto es, «jugando». Puede que estemos ante un resto del sentimiento del honor de los hidalgos de antaño; como el de don Quijote, de forma excelsa, cuyas expectativas no eran, precisamente, modestas.