La libertad de Ucrania
Lo único que un europeo libre debiera no olvidar es que los ucranianos pagan en muertos y sufrimiento la placidez europea
Ucrania, hace dos días, retornaba abruptamente a mi memoria. En Washington, Zelenski iba desgranando las atrocidades del imperio ruso. Idénticas durante zarismo, estalinismo, putinismo: una máquina de asesinar en masa. Y, muy lejos de Ucrania, aquí en Madrid, el general Rafael Dávila presentaba su Nuevo arte de la guerra. Y enunciaba la paradoja del hombre de armas: su melancólico saber que «si existiese la libertad no existiría la guerra». Con la seca constancia homérica de que los hombres hayan de «proteger su propia vida destruyendo la vida ajena». Si la milicia es, como el libro de Dávila plantea, «una profesión del espíritu», habrá de serlo renunciando a ensoñaciones angélicas. Ya que no por la ilusoria libertad absoluta –inasequible a los seres precarios que somos– sí se puede luchar por unos átomos de ella: y esos átomos son preciosos. La libertad de los frágiles hombres está en resistirse a ser siervos del más fuerte.
Es indecente polemizar hoy sobre sutiles matices acerca de Ucrania y de Zelenski. El bizantinismo ante alguien a quien asesinan es odioso. Lo único que un europeo libre debiera no olvidar, es que los ucranianos pagan en muertos y sufrimiento la placidez europea. Nadie se engañe: si en Europa hemos tenido el nivel de vida más confortable del mundo –muy por encima del norteamericano– durante tres cuartos de siglo, ha sido porque todo –todo– su gasto de defensa corrió a cargo de los Estados Unidos. Son cifras vertiginosas. Baste para entenderlo una constatación: si la URSS se desmoronó a plomo, fue porque su inversión militar la arruinó hasta llevarla a la frontera del hambre.
Ucrania no necesitaba esta experiencia de ahora para saber lo que puede esperar de Rusia: la aniquilación. La conoció ya en el genocidio del Holodomor. Recordémoslo, si queremos entender el porqué de ese heroísmo, para nosotros loco, con el que de su indefensión ha hecho Zelenski la más épica aventura de la Europa contemporánea: enfrentarse hasta el final a un enemigo militarmente devastador. «Holodomor» significa «muerte por hambre»: fue la estrategia elegida, entre 1932 y 1934, por Stalin para exterminar al campesinado ucraniano. Y, con él, borrar Ucrania. No hay posibilidad de dar la cifra exacta de los asesinados, mediante ese sencillo método de arrebatarles cosechas y tierras para lanzarlos a una estepa helada. Los historiadores se limitan a dar un margen –aterrador margen– de entre 2,6 y 5 millones. Sin necesidad de disparar una sola bala. Muertos por inanición y frío.
Nadie hizo nada entonces. Y esa nada pesa sobre nuestra memoria de europeos. Y sobre nuestra conciencia. Y de esa nada habló en Washington Zelenski: de la decisión de un pueblo que, antes de dejarse llevar al matadero, ha optado por luchar. Porque morir en combate es, al menos, digno. Tanto cuanto indigna es la pasividad suicida de Europa. «El ser viviente», nos recordaba anteayer Dávila evocando a Homero, vive en la paradoja de «tener que defender su propia vida destruyendo la vida ajena». No hay angelismo que nos libre de esa trágica constancia. Entre el fúsil del combatiente y el sórdido degolladero, los ucranianos han elegido. Entre esas dos tragedias se juega el tenue margen de la libertad humana. O de la dignidad: son lo mismo.