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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

Aquella tregua de Navidad

De repente dejaron de matarse, salieron de las trincheras, se dieron la mano, cantaron villancicos y hasta jugaron al fútbol

Stefan Zweig, escritor judío vienés que acabaría suicidándose en Brasil tras una huida del nazismo psicológicamente imposible, es autor de un sensacional libro de memorias, El mundo de ayer. Allí describe el ambiente de feliz relajo que imperaba entre la gente común de Europa al inicio del verano de 1914. Parques, terrazas, cafés estaban atestados de personas despreocupadas disfrutando de la vida. Si se les hubiese dicho que estaban a las puertas de un pandemónium no lo hubiesen creído. Sin embargo, en breve iba a comenzar la segunda matanza más atroz de la historia, provocada por las cuitas nacionalistas de unos imperios ya decadentes. El resultado fue apocalíptico. Una «masacre inútil», «el suicidio de la Europa civilizada», en palabras del Papa Benedicto XV. Nueve millones de soldados muertos, 23 millones de heridos y cinco millones de civiles que perdieron la vida por la violencia, el hambre y la enfermedad. Solo 21 años después comenzaría un horror todavía peor, la II Guerra Mundial. Cuando nos dejamos llevar por el pesimismo ante las calamidades del tiempo presente cabe recordar que lo que hoy nos toca sufrir no tiene comparación con el nivel de brutalidad del espantoso siglo XX, con dos Guerras Mundiales, la bomba atómica y los genocidios de Hitler, Mao, Stalin y el Jemer Rojo.

La chispa inicial, el asesinato en Sarajevo el 28 de junio de 1914 del heredero del Imperio Austrohúngaro, se había convertido ya a finales de año en un pavoroso incendio. En el arranque de diciembre habían muerto 300.000 soldados en un frente estancado, una serpiente interminable de trincheras, llenas de barro y frío. El día 7, Giacomo della Chiesa, el Papa Benedicto XV, imploró una tregua navideña a las potencias en guerra. Lo hizo con una frase poética: «Las armas deben guardar silencio en la noche en la que los ángeles cantan». Las sufragistas inglesas hicieron un ruego similar en su carta «Open Christmas Letter», dirigida a las mujeres alemanas y austríacas. Los gobiernos hicieron oídos sordos a esos ruegos. Y sin embargo, al final sucedió un pequeño milagro.

En la tarde del día de Navidad de 1914, el futuro escritor Henry Williamson, entonces de 19 años, alistado en la London Riffle Brigade, escribe una carta a su madre desde su cubil en una trinchera: «Aquí a mi lado tengo un fuego y enfrente, barro helado cubierto con paja. En la boca tengo una pipa. Y en la pipa tengo tabaco. Lógicamente, dirás tú. ¡Pero es tabaco alemán ja, ja! Pensarás que es de un prisionero que hemos capturado, o de un soldado muerto. Pero no. Ayer británicos y alemanes salimos, nos dimos la mano en el terreno entre trincheras e intercambiamos recuerdos. Es maravilloso, ¿verdad?».

Los campos de la aldea de Saint-Yvon, en Flandes, eran un punto más en un inmenso frente de 680 kilómetros. En la madrugada de la Nochebuena de 1914 surge un silencio tan sorprendente que casi semeja un grito: «Las armas han callado toda la noche y en el otro lado están cantando villancicos», anota asombrado en su diario Johannes Niemann, un teniente alemán. Y en una segunda nota garrapatea: «Están ahí fuera conversando con el enemigo».

El espíritu de la Navidad ofició un milagro. Aquella noche alemanes y británicos asomaron la cabeza desde sus madrigueras. Los germanos sacaron candiles y cantaron villancicos. Los británicos respondieron con los suyos. Poco a poco, con titubeos aprensivos al principio, los dos bandos se adentraron en el lodazal helado de la «tierra de nadie». Los jóvenes enemigos charlaron de fútbol, del tiempo, de sus novias. La cháchara intrascendente que engrasa la civilización. Cantaron juntos, jugaron a las cartas. Intercambiaron pequeños recuerdos (botones, sombreros) y algunas vituallas (cigarros, aguardiente, chocolate...). También aprovecharon la tregua para una amarga tarea: retirar los cadáveres de sus compañeros, que se descomponían en el barrizal de la tierra de nadie. Incluso escucharon juntos las plegarias cristianas con que fueron despedidos.

«En un momento dado –cuenta el recuperado diario de un Tommy británico–, un tipo escocés salió fuera con un balón y empezó un partido con cubos haciendo de porterías. Jugar en aquel campo helado no era nada fácil». Así comenzó el partido de fútbol más hermoso de la historia. Hay muchas versiones de lo sucedido (probablemente en realidad fueron varios los encuentros que se disputaron, pues las treguas de Navidad de 1914 implicaron a unos cien mil soldados a lo largo de todo el frente). Los británicos siempre han contado que la pachanga acabó con un 3-2 a su favor. Los alemanes sostienen que el resultado fue exactamente el contrario. Poco importa. Aquel partido en «tierra de nadie» en el día del nacimiento de Cristo no era deporte, sino algo mucho más grande.

Las treguas de Navidad no agradaron a todo el mundo. Un teniente llamado Charles de Gaulle criticó en una enojada carta «el lamentable deseo» de la infantería francesa de dejar al enemigo en paz. El duro general inglés sir Horace Smith-Dorrien impartió órdenes inmediatas para poner fin a los encuentros amistosos con el enemigo. Un cabo que servía en la Reserva 16 de Infantería de Baviera también sentía un profundo desprecio hacia esos raptos de pacifismo entre la tropa (era un tal Adolf Hitler). Ciertamente los encuentros de Navidad no espoleaban el espíritu belicista, sino todo lo contrario. La frase más repetida por muchos soldados en los encuentros de la tregua era de una lógica aplastante: «¿Qué hacemos aquí matándonos?».

El mando prohibió confraternizar con el enemigo. La tregua de Navidad se quedó en un espejismo. La paz perdió. Pronto se retornó a la rutina: masacrarse en nombre de una causa que poco importaba a los que por ella morían. A Henry Williamson, el chaval que fumaba tabaco alemán mientras escribía a su madre en la tarde de Navidad, le esperaban en años sucesivos la disentería, la anemia y un ataque con gas. A diferencia de millones de soldados vivió para contarlo.

El mundo puede ser un lugar horrible. Pero los hombres también podemos escuchar a Jesús, que hoy ha nacido en la más humilde de las condiciones, querer al prójimo como nos ordena, aparcar los odios y jugar al fútbol amistosamente con el enemigo en los campos helados de nuestros Flandes particulares.

Feliz Nochebuena.