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Aire libreIgnacio Sánchez Cámara

Navidad «con»

El laicismo militante y el consiguiente ateísmo de Estado no pueden soportar la auténtica Navidad. Pero una Navidad sin Cristo es una patraña, una mentira, nada

Vivimos tiempos «sin». Casi todo es sin. Café sin cafeína, cerveza sin alcohol, dulces sin azúcar. Todo a la mayor gloria de una salud convertida en supremo valor, objeto de adoración, finalidad de la vida. Pero ¿salud para qué? En el orden jerárquico de los valores propuesto por Max Scheler, los valores vitales, como la salud, ocupan un rango inferior, sólo superior al valor de lo placentero y agradable. Por encima de ellos se encuentran los valores espirituales, como la belleza, la justicia y la verdad. Y, por encima de todos, los valores religiosos. También se ofrece hoy democracia sin libertad y, cómo no, Navidad sin Cristo.

El laicismo militante y el consiguiente ateísmo de Estado no pueden soportar la auténtica Navidad. La «cristofobia» sólo aguanta una Navidad laica, sin Jesús, y así adultera lo más profundo, lo más verdadero. Pero una Navidad sin Cristo es una patraña, una mentira, nada.

Conviene recordar que el cristianismo no es una cultura, ni una filosofía, ni una doctrina moral, mucho menos una ideología. Sin el cristianismo no puede entenderse Europa. El Museo del Prado es ininteligible sin el cristianismo, y sin Grecia, Roma o el Renacimiento. Pero no se trata sólo de eso. No es sólo una cuestión de comprensión cultural. El cristianismo como religión forma parte de la esencia de Europa. No se trata de un mero ingrediente de su cultura.

El cristianismo afirma muchas cosas sorprendentes. Dios es uno y, a la vez, tres personas. Dios se ha hecho hombre. Esto no hay otra religión que lo haya sostenido. Y se ha hecho hombre para salvar a los hombres. Una persona, Jesús de Nazaret, es el camino, la verdad y la vida. El cristianismo sostiene que la verdad es una persona. Habla de un rey cuyo reino no es de este mundo. Es, pues, de otro. Ese hombre, que es, a la vez, Dios, ha nacido de una virgen. Todo muy sorprendente. Y ese hombre, que es, a la vez Dios, muere, después de ser torturado, en una cruz. Dios, clavado en una cruz. Más que sorprendente, insólito, extraordinario. Y a los tres días resucita.

Nada hay en todo esto susceptible de ser demostrado. Pero nada hay tampoco de irracional, salvo que limitemos la razón a lo que nuestra capacidad de comprensión alcanza. Nada de esto impide que el cristianismo sea la religión del logos. Pero no es una teoría. Jesús no es un filósofo, ni un profeta, ni el creador de una extraña y sublime doctrina moral, ni, mucho menos, el dirigente político de su pueblo, ni alguien que consuela de las heridas de este mundo con la promesa de otro. No es la medicina que cura el dolor de la criatura oprimida, ni la ilusión derivada de la necesidad de protección por parte de un padre omnipotente y bueno. Ni tampoco es el taumaturgo del resentimiento. Nietzsche acertó en su crítica del resentimiento, pero, como mostró Max Scheler en El resentimiento en la moral, erró en su destinatario. El cristianismo no procede del resentimiento, de la rebelión de los débiles contra los fuertes. ¿Hay algo superior al hombre eterno e inmortal? ¿No será el superhombre precisamente el hombre inmortal?

Lo que hoy celebramos no es la fiesta de la familia, ni la apoteosis del amor, ni mucho menos la jornada de la sobredosis alimenticia, ni el día de la ilusión infantil ante la próxima visita de los Reyes Magos, ni la iluminación de nuestras calles, ni las vagas proclamas en favor de la paz y la solidaridad. No es una fiesta civil, sino religiosa. Sencillamente, celebramos que Dios se ha hecho hombre en Belén para salvar a los hombres. No hay mejor manera de mostrar que el hombre es imagen y semejanza de Dios. Una Navidad «sin», no es una Navidad. Nada de lo que celebramos hoy tiene sentido si no confiamos en que este Niño que morirá en la cruz, resucitará al tercer día. Feliz Navidad auténtica, feliz Navidad «con».