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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Amado Doctor Sánchez

No hay hombre decente que no se blinde frente a la tentación de intervenir en ese mundo de gánsteres que, habiendo redactado la ley a la exacta medida de sus fechorías, viven en la arrogancia obscena de saberse impunes

Al juego de la política se viene para ganar dinero. Mucho. Y muy deprisa. Quien se excluya de esa regla es que está muerto. Por eso no hay hombre decente que no se blinde frente a la tentación de intervenir en ese mundo de gánsteres que, habiendo redactado la ley a la exacta medida de sus fechorías, viven en la arrogancia obscena de saberse impunes.

Hace mucho que yo renuncié a cualquier fantasía de ver un mundo que no estuviera regido por los ladrones y, cuando conveniente fuere, por los asesinos. Trato sólo de salir lo menos que puedo del clima artificial –y tan benévolo– de mi biblioteca. Sólo entre libros consigo sentirme un hombre, sin morirme de vergüenza por formar parte de la misma especie animal que las horrendas bestias que nos gobiernan, que nos dan órdenes, que imponen sus criterios como imperativos éticos, siendo así que no son más que códigos salvajes de enriquecimiento; códigos propios a los más viles entre los viles.

Y, una y otra vez, me vuelven a la memoria las líneas prodigiosas que escribió una joven inteligencia de apenas 18 años, hace más de cuatro siglos. Quiero hoy cederle la palabra. Aunque sólo sea para recuperar una minúscula fe en el hombre, en algunos pocos hombres que fueron capaces de poner palabras a lo más vetado. Que dijeron lo que el poder –todo poder– no perdona jamás que sea dicho. En este declinar del año de la más sórdida política que yo recuerde, sólo me queda el consuelo de leer en voz alta el Discurso de la servidumbre voluntaria. Sin miedo, sin esperanza. Como una adoración, tan sólo, de la inteligencia.

Que no nos salva, desde luego. Pero que nos da a conocer –ya es mucho– hasta qué punto somos míseros responsables de nuestras propias desdichas.

«Lo que menos desean los hombres es la libertad: si la deseasen la obtendrían… Os dejáis arrebatar ante vosotros lo mejor y más claro de vuestros bienes, saquear vuestros campos, robar vuestras casas y despojarlas de los muebles antiguos y paternales. Vivís de suerte que no podéis jactaros de que nada sea vuestro, hasta el punto de que parecería que en adelante sería para vosotros una gran fortuna disfrutar de vuestros bienes, vuestras familias y vuestras vidas… Y todo este daño, este infortunio, esta ruina os viene, no de los enemigos, sino del verdadero enemigo, de aquel de cuya grandeza sois vosotros los autores, de aquel por el cual vais con tanto valor a la guerra, de aquel por cuya grandeza no regateáis vuestras personas a la muerte. Aquel que tanto os domina solo tiene dos ojos, sólo tiene dos manos, sólo tiene un cuerpo, y no tiene nada de lo que tiene el menor hombre del gran e infinito número de vuestras ciudades, a no ser las facilidades que vosotros le dais para destruiros. ¿De dónde ha sacado tantos ojos con que espiaros, si no se los dais vosotros? ¿Cómo tiene tantas manos para golpearos, si no las toma de vosotros? Los pies con que pisotea vuestras ciudades, ¿de dónde los ha sacado, si no son los vuestros? ¿Cómo es que tiene algún poder sobre vosotros, si no es por vosotros? ¿Cómo osaría atacaros, si no fuerais sus cómplices? ¿Qué podría haceros, si no encubrieseis al ladrón que os saquea, si no fueseis cómplices del asesino que os mata y traidores a vosotros mismos?... Resolveos a no servir más, y seréis libres. No os pido que os abalancéis sobre él, ni que lo derroquéis, sino, solamente, que no lo apoyéis más, y lo veréis entonces como un gran coloso al que se le ha retirado la base y se rompe, hundiéndose por su propio peso. Mas, así como los médicos aconsejan no tocar las llagas incurables, yo no obro sabiamente pretendiendo predicar sobre esto al pueblo, que ha perdido, hace mucho tiempo ya, todo conocimiento. Lo cual, puesto que ya no siente su mal, muestra suficientemente que su enfermedad es mortal”.

Servidumbre voluntaria. Delectación en la tiranía aberrante, en el arbitrio hostil de un amo idiota. Amado Doctor Sánchez, ¡enhorabuena!