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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Lengua del Cuarto Imperio

Inventar desde las instituciones una imaginación verbal a la medida que se juzgue la más correcta, es arrogarse un despotismo perfecto sobre los hablantes

Leo con estupor, en El Debate, que una notable universidad norteamericana ha establecido la lista académica de sus palabras prohibidas: «adicto», «loco», «senil», «caballero», «señorita»… serán juzgadas dañinas. Proscritas pues. Lo que es lo mismo: los sujetos serán amputados de ellas; de su campo semántico como de su resonancia moral.

No es la lengua quien así muere; morimos cada uno de quienes en esa lengua aprendimos a conocernos; cada uno de los que, en rigor, fuimos construidos a la manera en que un rompecabezas es articulado: en la serena tiranía de ese habla, sin el cual todo hubiera sido dispersión en nuestras cabezas. Y los psiquiatras saben lo que sucede en la mente de aquellos que no lograron completar la constitución lingüística que dota de identidad al animal hablante: tal fragilidad es puerta abierta a la locura.

El mundo –nuestro mundo, que es el mundo– lo construyen las palabras. Y, en el límite, no vemos con los ojos; vemos, en rigor, con la lengua que pone orden gramatical en la avalancha de percepciones caóticas que nos afectan. No está el orden en las cosas; está en la catalogación que, al nombrarla, les imponemos. Cuando los griegos llamaron a ese orden de las palabras «sintaxis» sabían muy bien qué se jugaban: «sintaxis» era el término militar que designaba la formación de las tropas al entrar en combate. Y eso es la lengua: no un ruido más, como el que cualquier animal emite; un orden de batalla en la más imprescriptible de las guerras humanas: aquella en la cual se juega la estructura de su mente; aquella, pues, en la cual se dirime el gran ajedrez del dominio y la servidumbre.

No son los hombres los que inventan una lengua. Es la lengua que les fue dada al nacer quien los inventa a ellos. Para bien o para mal; ni para bien ni para mal; para inevitable. Y de todos los intentos –individuales como institucionales– por hacer de la lengua común una red de metódicos artificios, sólo derivan variedades, en diverso grado grotescas, de locura cotidiana: en el más exitoso de los casos, una cesura grave entre realidad y decreto. No es verosímil que esa cesura pueda consolidarse en el curso del tiempo. Pero hará muy desdichadas a las pobres generaciones que se vean atrapadas en su tenaza. Y muy ignorantes. Pienso yo –pero puede eso ser una manía mía– que ambas cosas son la misma. El postulado de Antonio de Nebrija viene a ser la metáfora más universal de lo humano: la lengua, sí, es siempre la gestora del imperio. De ese imperio que cada cual ha de forjar sobre uno mismo, y sin el cual se es marioneta sólo de hilos invisibles.

Spinoza lo apuntaba, con la finura de quien buscó asentar su vida en el rigor: «siendo como son las palabras partes de la imaginación, que se componen vagamente en la memoria por específica disposición del cuerpo para forjar múltiples conceptos, ninguna duda cabe de que puedan, al igual que la imaginación, causar múltiples y graves errores, a menos que nos pongamos seriamente en guardia contra eso». La paradoja es que la lengua está tejida en la «materia de los sueños» que había evocado Shakespeare al final de La tempestad. Y que no admite ser exteriormente regulada sin producir delirios y monstruos. Las palabras, concluía el judío español de Ámsterdam, «son signos de las cosas tal como aparecen a la imaginación, no a la inteligencia». Inventar desde las instituciones una imaginación verbal a la medida que se juzgue la más correcta, es arrogarse un despotismo perfecto sobre los hablantes.

Stanford no parece darse cuenta de que la lengua retorna siempre a su pétrea primacía en la constitución de los humanos. Y, en su angelismo, elude una trágica historia colectiva. Construir el lenguaje a la medida exacta de las convicciones del Estado no es una novedad. Victor Klemperer –víctima a la cual salvó su inconmovible sabiduría– dedicó una obra exhaustiva a analizar el monstruoso lenguaje artificial que ocupó el espacio del alemán común en la Alemania hitleriana. Léanlo, está allí todo. Se llama LTI: la Lengua del Tercer Imperio. Proyecto de devastar conceptos y cincelar hombres a la medida. Un proyecto que hoy vuelve. Hoy, cuando a la castración hemos llamado «reasignación».