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Cosas que pasanAlfonso Ussía

Uvas

Siento un enorme afecto por mi viejo reloj de la Puerta del Sol. Pero cambiar de año por antojo, cuando a uno le da la gana, es más divertido

Jamás he cumplido el rito de las uvas. Me parece que se trata de una tontería. Por otra parte, muchas angustias se han creado en las tragaderas de los españoles con bloqueos atragantados. Lo de las lentejas de los italianos se me antoja más civilizado. Y esta noche, volveré a mis trampas. Cuando el reloj de la Puerta del Sol de Madrid inicie la cantinela de los cuartos, me quedarán apenas un par de uvas en mi platillo. Y peladas. Y sin pipas. Cumplido fraudulentamente el rito, a la cama. Me van a permitir una falta de respeto. La noche del 31 es la noche de los tontos.

También la del mal gusto. Pero eso viene de las cadenas de televisión, que compiten enardecidamente por la medalla de oro de la vulgaridad y la ordinariez. Evoco los años de mi infancia. Mi madre y sus hermanas solteras Muñoz-Seca invertían unas horas en pelar las uvas y desnudarlas de pepitas. Nos reuníamos en nuestra casa más de cuarenta familiares. Nosotros aportábamos doce, nuestros padres y diez hermanos. Cuando mi padre decidía que eran las doce, se producía el cambio del año. Yo admiraba mucho a mi padre. Hay que ser muy importante para decidir el momento en que un año termina y el siguiente comienza. Y daba las doce campanadas chocando dos cubiertas de cacerolas con lentitud, permitiendo la ingestión vendimiaria sin prisas ni agobios. Previamente, el padre jesuita Luis González había oficiado la Santa Misa. Era un predicador formidable, con acento sevillano, culto y sonriente. Mi hermano mayor lo devolvía a la comunidad de los Padres Jesuitas en la calle de Maldonado, porque las doce uvas se las afanaba con los suyos. Nos contaba que un jesuita más joven, el Padre Regueira, tenía una radio y que todas las emisoras conectaban con la Puerta del Sol. Pero nosotros preferíamos el cálculo de nuestro padre. «Vamos, preparaos, que van a sonar los doce cacerolazos. Cuando terminen, estaremos en el nuevo año». Lo de la radio se nos antojaba cutre, moderno y contraproducente. Lamento escribirlo por si algún lector estima excesivamente elitista nuestro sistema. En mi casa, el año moría y el nuevo año nacía cuando a nuestro padre le parecía oportuno. Cuando le apetecía y salía de las narices. Y nos fue bastante bien.

Feliz año nuevo, feliz año nuevo, feliz año nuevo… un tostón. Cuarenta felices años nuevos. Entonces la familia se dividía en dos salones. En uno se hablaba, y en otro se oía la Séptima Sinfonía de Beethoven. Mis padres aseguraban que no hay nada mejor que empezar el año con la Séptima beethoveniana. Después de la Santa Misa, la cena, las cacerolas caprichosas y la Séptima de Beethoven, nos sentíamos derrengados. Y amanecíamos descansados y felices. Por supuesto que las serpentinas, los gorritos y los matasuegras estaban en mi casa, que era una casa honorable, radicalmente prohibidos. –Desconfiad de quienes se ponen gorritos, soplan matasuegras, lanzan serpentinas, y os deseen «feliz entrada y salida»–. Ya en aquellos años me interesaba el lenguaje y entendía que para acceder al año nuevo previamente había que salir del viejo. Y le pregunté a mi padre. «¿Y desear feliz salida y entrada es correcto?». Mi padre respondió con contundencia: «Ni entrada y salida, ni salida y entrada. Feliz año nuevo, y basta».

Que es lo que deseo a todos mis lectores. Felicidad y fuerza para soportar el añito que nos espera. Que ninguno se atragante con las uvas ni espere novedad alguna en la Pedroche o las pedroches de todas las cadenas.

Les recomiendo las caceroladas caseras. Se adquiere poder. Es un capricho muy agradable. Siento un enorme afecto por mi viejo reloj de la Puerta del Sol. Pero cambiar de año por antojo, cuando a uno le da la gana, es más divertido.