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Cosas que pasanAlfonso Ussía

Exceso de orujo

Revilla, como en todo, ha sido un monárquico ocasional. Y tiene mérito que se mantenga en el poder a una edad que compite con la eficacia

El orujo es un aguardiente poderoso. Y también el hollejo de la uva después de exprimirla de su sustancia y contenido. Después de una comida copiosa y bien regada, el orujo es un milagroso digestivo, pero su repetición acarrea peligros. Se sube mucho a la cabeza, y se dicen tonterías.

Tuve, años atrás, el honor de ser nombrado Orujero Mayor de Potes. Se celebra la fiesta del orujo en el otoño, cuando los paisajes de Liébana amarillean en sus castañares y robledales, se visten de oro en los desfiladeros que abren sus ríos, y sus hayedos se convierten en bosques interminables de ocres y de sienas. Como Orujero Mayor probé el primer chupito de la alquitara, y apenas humedecí los labios con su líquido reconstituyente. Reprimí el deseo de repetir, porque un exceso de orujo quiebra los equilibrios y entorpece la lengua en la palabra. El frío desaparece y un calor agradable recorre el esófago. Fui honesto en mi elogio al orujo, reconociendo públicamente que no figuraba entre sus consumidores.

Me pidió mi gran amigo Luis Del Olmo, hijo de Ponferrada y del Bierzo, que pronunciara en Bembibre el pregón del botillo, un ingenio charcutero del Bierzo que resucita a un muerto. Y lo reconocí en el pregón. «No me gusta nada el botillo. Es una barbaridad». Pero los leoneses bercianos agradecen la sinceridad, y todo transcurrió entre sonrisas y cordialidades. El pregonero no tiene la obligación de elogiar lo que no le inspira la alabanza, y el botillo y yo hemos vivido siempre aparte.

Pero vuelvo al orujo. El orujo entra divinamente en el cuerpo, con especial bienvenida en los días fríos del norte de España. Orujos montañeses, asturianos, gallegos, vascos… El orujo de Liébana, dicen, es insuperable. Pero también, precisamente por su calidad, es peligroso si se ingiere sin sentido de la medida.

Hace unos días, el presidente de Cantabria, Miguel Ángel Revilla, se presentó ante un numeroso grupo de niños en compañía de los Reyes Magos. Y aprovechó la ocasión para arremeter sin piedad ni respeto contra el Rey Juan Carlos, de quien tanto presumía anteayer de ser su amigo. Se equivocó de acto, de público y de intenciones. Revilla no tiene la obligación de ser monárquico. Sus orígenes políticos son memoria de la facción más dura de la Falange. Ser falangista y monárquico es una contradicción. Para compaginar las dos lealtades es necesario poseer el talento de Agustín de Foxá. Pero Foxá no fue un falangista activo. Se limitó, por su amistad con José Antonio Primo de Rivera, a escribir la segunda estrofa del «Cara al Sol» en el sótano de «La Ballena Alegre». En su poesía, gigantesca y caprichosa, Foxá fue un poeta monárquico, un nostálgico del brillo estético de la Monarquía Española. Su Romance al Rey Muerto, Alfonso XIII, en Roma, nada tiene de enardecimiento azul y falangismo militante.

En el cuarto de un hotel
Está muerto el Rey de España,
Con el manto de la Virgen
Y la Cruz de Calatrava.

Principio y final.

Su madre, en El Escorial,
Entre violetas le aguarda,
Y al otro lado del mar
Madrid enluta sus casas.

Revilla, como en todo, ha sido un monárquico ocasional. Y tiene mérito que se mantenga en el poder a una edad que compite con la eficacia. Además, no se cuida. Aprovechar un encuentro de los niños con los Reyes Magos, para insultar y vejar a un Rey exiliado injustamente por el Gobierno social-comunista que no hizo otra cosa que tratarlo bien, con cercanía y el máximo respeto, es consecuencia de dos opciones. O Revilla es un grosero que se aprovecha de la indefensión de quien nos trajo a los españoles la libertad, la Constitución, los derechos humanos y la democracia, o Revilla no midió aquel día su capacidad de metabolizar el orujo. Prefiero elegir la segunda posibilidad.