Una lección de Sánchez
Los partidos –las partidas– son el escudo de quienes se juramentan para repartir entre sí, y conforme a una bien codificada jerarquía, la mayor cuota posible de los escasos bienes. No es ni bueno ni malo; es inevitable: va en la condición humana
Lo verdaderamente grave no es, en un Estado garantista, que dos partidos hegemónicos estén confrontados. La democracia, contra la turbia sandez que nos fue servida en los años ochenta, no es el consenso. El «consenso» –esto es, el «consentimiento»– es la liturgia propia de las teocracias. En ellas, el siervo consiente a quien opera por mandato divino lo que sólo la trascendencia sostiene. Se consiente todo al teócrata, por ser voz de un Todopoderoso. Y la acuñación de las monedas recuerda, muy oportunamente, que quien manda –y quien fabrica, pues, el dinero– lo hace «por la Gracia de Dios».
Las democracias convencionales eluden, por definición, tales certezas de trascendencia. Y el poder político, en ellas, está fragmentado en grupos de intereses contrapuestos, a los que se llama «partidos», esto es –en su origen–, partidas, partes o fragmentos de la amalgama ciudadana. Nadie puede esperar que una parte de la sociedad opere, por bondad angelical, en beneficio, ni de las otras bandas ni de los pobres diablos que no poseen facción. Y, entre las partidas de privilegiados, el conflicto es necesariamente perpetuo.
Vivimos –toda sociedad, sin excepción, ha vivido siempre– en un envenenado juego entre medios escasos y deseos ilimitados. Los partidos –las partidas– son el escudo de quienes se juramentan para repartir entre sí, y conforme a una bien codificada jerarquía, la mayor cuota posible de los escasos bienes. No es ni bueno ni malo; es inevitable: va en la condición humana. Por eso, en un Estado garantista, las leyes acotan los límites a los cuales esa exacción de privilegios sociales y económicos debe atenerse. Si éstos son sobrepasados, el partido –o la partida– entra en el territorio que un poder separado, el de los jueces, administra: el penal.
No es el conflicto, pues, lo peligroso. Conflicto y democracia son lo mismo. Lo peligroso, en una España por completo descodificada, es que no exista la menor regulación autónoma para acotar cuáles son las tasas en las que el robo político está permitido y con qué límites deben distribuirse pecunios y honores entre las diversas partidas, en función de sus porcentajes de voto. También, a partir de qué punto, del salón ministerial se pasa al patio del presidio.
No es precisamente simpático para los ciudadanos ceder esa cuota de robo a las facciones, claro que no. Pero peor es una dictadura. Y peor aún sería una tiranía de angelicales vicarios del paraíso en la tierra: porque, por el paraíso, no hay quien no esté dispuesto a lonchear al adversario –y, si hace falta a la tierna abuelita– en finas láminas de carpaccio. ¿«Podemos»? Pues claro que pueden. Dentro de una democracia razonable, que los partidos roben va en el coste de las cosas. Pero la codicia de tal robo debe ser regulada –ya que no suprimida– por los tribunales de justicia.
Ah, ¿que quién manda en los fiscales? Ah, ¿que quién debe mandar en el gobierno de los jueces? «…Pues eso». Pues eso, exactamente esa descodificación del tolerado abuso, es la muerte de la democracia. Gracias por la lección, admirado Doctor Sánchez. Ahora viene el desenlace.