Año Nuevo en Tierra Santa
Visitar los lugares en los que se desarrollaron los hechos sobre los que se sustenta el Misterio de nuestra Fe ha resultado muy reconfortante
El pasado 19 de noviembre me encontraba pasando el fin de semana en Alba, en un magnífico hotel Relais Chateaux. El conserje hablaba un inglés impecable, según había comprobado por todas las explicaciones que nos había dado sobre la historia del Castello di Guarene, en el que estábamos albergados. Le pregunté a qué hora podría ir a misa esa tarde de sábado en Guarene o en Alba. Tuve que repetir la pregunta porque parecía desconcertado: «What time could I hear mass here in Guarene or in Alba this evening? » Al fin el conserje contestó: «No sir, you can have a massage here in the hotel». A éste hacía tanto tiempo que nadie le pedía el horario de las misas que pensó que necesariamente tenía que estar hablando de darme un masaje.
Aquello me hizo pensar mucho sobre el descenso de la práctica religiosa en lugares de fe tan arraigada como pueden ser Italia o España. Aunque debo confesar que la misa a la que asistí en Moretta estaba abarrotada en una iglesia barroca deslumbrante.
Este año he decidido venir con mi familia, mi mujer y mis hijos a recibir el Año Nuevo en Tierra Santa. Ninguno de ellos había estado nunca en Jerusalén y venir a visitar los lugares en los que se desarrollaron los hechos sobre los que se sustenta el Misterio de nuestra Fe ha resultado muy reconfortante. Entre otras cosas porque se siguen viendo mareas de cristianos que vienen de todas partes del mundo y que peregrinan a esos hitos de nuestra Fe: la Iglesia de la Anunciación en Nazaret, el lugar de la Ascensión, la Iglesia del Pater Noster, con la oración que Cristo nos enseñó reproducida en 160 idiomas o dialectos. Por supuesto que lo más importante es la visita a la Iglesia de la Natividad –y besar la estrella que marca en el suelo el lugar en que nació Jesús– y la visita al Santo Sepulcro haciendo cola durante hora y cuarto con una multitud. Entre las paradas obligadas también está el Huerto de los Olivos en Getsemaní. Unos minutos después de pasar por allí el sábado por la mañana y ver los pequeños olivos que recuerdan el paso por este lugar de diferentes Papas desde Pablo VI, incluyendo a Benedicto XVI, nos llegó la noticia de la muerte de este gran Papa. No por esperada me impresionó menos.
El olivo que acababa de ver con el nombre de Benedicto XVI me ha hecho rebuscar las crónicas y los discursos del Papa durante su visita en 2009. Y me ha conmovido especialmente en este momento leer sus palabras de despedida en Jerusalén, en el Santo Sepulcro, el 15 de mayo de ese 2009.
«Al encontrarnos en este santo lugar y considerando ese asombroso acontecimiento, no podemos menos de sentirnos con el 'corazón conmovido' (Hch 2, 37) como los primeros que escucharon la predicación de Pedro en el día de Pentecostés. Aquí Cristo murió y resucitó, para no morir nunca más. Aquí la historia de la humanidad cambió definitivamente. El largo dominio del pecado y de la muerte fue destruido por el triunfo de la obediencia y de la vida; el madero de la cruz revela la verdad sobre el bien y el mal; el juicio de Dios sobre este mundo se pronunció y la gracia del Espíritu Santo se derramó sobre toda la humanidad. Aquí Cristo, el nuevo Adán, nos enseñó que el mal nunca tiene la última palabra, que el amor es más fuerte que la muerte, que nuestro futuro, y el futuro de la humanidad, está en las manos de un Dios providente y fiel».
Que así sea. Lo pido desde esta Tierra Santa en la que se ve que la Fe todavía está bien arraigada.