Las señoritas de compañía y Nicolás Redondo
Los sindicatos han pasado de consolidar la democracia a trabajar a sueldo de Sánchez, como meros sicarios de sus peores ideas
Nicolás Redondo padre se ha muerto sin aprecio alguno de la UGT, y viendo cómo a su espléndido hijo intentó expulsarlo el PSOE, aunque a ambas organizaciones les iría mejor con ellos, si atendieran aún al objeto social fundacional: defender a los trabajadores y pelear por una igualdad real, en los dos casos sin necesidad de inventarse falsos enemigos.
El sindicato y su partido son hoy meros negocios con una carcasa, unas siglas y un logo que remiten a mi abuelo Buenaventura Naranjo, más conocido por Julio, que tuvo que borrar su nombre y romper sus carnés al terminar la Guerra Civil; pero en realidad se ubican en latitudes sicilianas.
La historia de la izquierda española está tan inflada como su ley de memoria histérica, y en realidad se escribe más entre el abuso y la desaparición que entre la resistencia heroica y la clandestinidad: o daban golpes como el de Largo Caballero o se quitaban del mapa con Franco, con las honrosas excepciones de quienes creían en la República pero no en la Revolución o lucharon, dignamente, por instaurar una democracia bien distinta a la hoy mitificada de los años 30.
El día que entendamos que la única manera de rematar la Transición es entender que el Alzamiento fue un exceso a otro exceso, la imposición por la fuerza de una República y el asedio que luego sufrió del populismo y del separatismo, estaremos más cerca de acabar con esa clase de politiquilla que juega eternamente el partido de vuelta de la Guerra Civil.
Entre esas excepciones estuvo Nicolás Redondo, como Marcelino Camacho o Felipe González, e incluso Luis Gómez Llorente, un filósofo marxista que me dio clase en BUP e intentó, ya en 1979, que el PSOE no abrazara la socialdemocracia prescrita por Felipe cinco años antes, en Suresnes.
Todos ellos, a su manera, tendieron puentes, dignificaron su función, pusieron tiritas en las heridas y ayudaron a construir un edificio constitucional donde cabían todos porque todos, en lo sustantivo, conocían el doloroso pasado y entendían las reglas del juego.
Redondo y Camacho se llaman hoy Álvarez y Sordo, como Felipe se ha convertido en Sánchez, en una metamorfosis similar a la de Gregorio Samsa en el libro de Kafka: todos ellos despertaron y de repente eran insectos.
Pero a diferencia del original, que fue arrinconado, se han hecho con los mandos en la familia, para convertirla en una Sociedad Limitada con una cuenta de resultados inversamente proporcional al empobrecimiento social que dejan.
Los sindicatos, hoy, son señoritas de compañía del presidente, con fajos de billetes en las mesitas de noche, a cambio de cinco minutos de placer y cinco años de silencio: están para mentir con los datos reales del paro; para saquear a pachas el erario en nombre de unos servicios públicos desvencijados por su rapiña ociosa; para aplicar políticas reaccionarias y proteccionistas incompatibles con el mundo moderno; para sostener un falso enfrentamiento maniqueo a pie de calle y para blanquear todos los desmanes que su madame perpetra con lo peor de cada casa política.
Nicolás Redondo le montó una huelga general a Felipe, cuando estaba activo. Y sus tristes herederos se las siguen montando al fantasma de Rajoy, mientras cogen todas las pancartas mano a mano con Junqueras, Otegi y, si se lo dice Sánchez, con el Carnicero de Milwaukee, que allí puede haber un escaño en disputa.
Si levantara la cabeza Azaña, correría a boinazos a Sánchez. Pero si lo hiciera Redondo, se volvería a su tumba al ver qué tipo de escort de lujo van por ahí disfrazados de currelas, aunque la última vez que dieran palo al agua les remuneraran en maravedíes.