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Perro come perroAntonio R. Naranjo

UGT y CC.OO. salen más caros que el Rey

El negocio sindical es ya impúdico, y solo está para ayudarle a Sánchez a instalar ideas perversas y empobrecedoras en la sociedad española

Los sindicatos se gastan solo en personal lo mismo que la Casa Real en todo su funcionamiento, lo que atestigua que CC.OO. y UGT le cuestan más a España que la Jefatura de Estado: por mucho que las cuotas de afiliados supongan, según ellos al menos, hasta el 90 % de sus ingresos, las subvenciones directas decididas unilateralmente por el Gobierno duplican, ya de entrada, el presupuesto rácano que tiene al Rey a su disposición.

Unos podrán estar de acuerdo y comprenderlo, y otros tantos no, pero el dato es objetivo: lo que hacen José Álvarez, que se hace llamar Josep cuando viaja con la UGT a Cataluña; y Unai Sordo, que hace justicia a su apellido cuando gobiernan los suyos; sale más caro que Felipe VI y la Monarquía en su conjunto.

CC.OO. y UGT han batido todos los récords de inyecciones económicas con Sánchez y Yolanda Díaz, a las que hay que añadir un inagotable listado de convenios, programas, contratos e inversiones cuya pista es más difícil de seguir que la del dinero andorrano de los Pujol.

Porque ésa es otra: la organización administrativa de los sindicatos, en federaciones, delegaciones y fundaciones territoriales; unida a la variedad institucional de sus patrocinadores públicos; hacen casi imposible saber cuánto dinero reciben de la Administración; cómo lo gastan de verdad y qué resultados prácticos tiene.

Una incógnita que se extiende al número y coste exacto de los liberados sindicales, alojados en el presupuesto público pero apartados de las funciones laborales que justificaron su contratación en un hospital, un ayuntamiento o una universidad. Aunque la normativa fija una cifra exacta de trabajadores que no trabajan para atender tareas sindicales, plácidas casi siempre en el ámbito público, es previsible que sean muchos más.

Todo ello conforma un negocio millonario que el PP no ha sabido frenar, por no meterse en líos que luego se le han multiplicado, y el PSOE ha estimulado, para consolidar su política fiscal y laboral, sustentada en esquilmar al contribuyente y asfixiar a la empresa; y tener además un buen batallón de soldados en sus guerras demagógicas contra la derecha.

La bochornosa participación sindical en el escándalo de los ERE, entre mariscadas pornográficas para celebrar la intentona de perpetuar un régimen clientelar de apariencia democrática, o en el enriquecimiento obsceno del líder asturiano de la UGT son las dos imágenes icónicas de la degradación sindical, que no reflejan su catadura global pero sí los riesgos que comporta su adscripción ovina a un régimen que da mucho pero lo exige todo en términos de lealtad sumisa: hay que callarse con un 15 % de inflación en los alimentos, si gobierna Sánchez, pero hay que liarla parda con un IPC del 3 %, si gobierna Rajoy.

Los sindicatos, que eran fundamentales en una España industrial hoy desaparecida, limitan ahora su actividad a dos frentes, ambos incompatibles con su naturaleza fundacional: de un lado se han especializado en la negociación colectiva en el ámbito público, saqueando los presupuestos con la excusa de defender los servicios; y de otro se han transformado en la coartada del Gobierno para perpetrar reformas suicidas con coartadas sociales inexistentes.

Y todo a cambio de dinero con el que mantener estructuras innecesarias para dedicarlas a cometidos contraproducentes que consoliden el parque temático del sanchismo en que se está transformando España: una entelequia reaccionaria, que mira a un mundo que ya no existe, para sostener un negocio político, económico y sindical que desaparecería de regirse por las leyes del mercado.

El saqueo económico es insoportable, pero peor es el intelectual: ayudan decisivamente a que una incipiente parte de la sociedad española piense que se puede vivir del Estado, cuando es el Estado quien vive de la gente. Y dentro de él, los sindicatos son la casta privilegiada de mayor enjundia. Por mucho que griten luego «a las barricadas», todo el mundo escucha ya «a las mariscadas».