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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

El coste de cargarse la mili

Macron se da cuenta de que el servicio militar era muy importante para cohesionar a Francia, aquí lo suprimió Aznar a petición de Pujol

Algún día alguien escribirá con detalle la lacerante historia de cómo Jordi Pujol i Soley, separatista obsesivo y caco profesional, le tomó el pelo al establishment oficial español con su supuesto perfil de «hombre de Estado».

Pujol viajaba a Madrid, carraspeaba teatralmente, soltaba dos simplezas bastante obvias con su aspecto de sabio Yoda de «Star Wars»… y la prensa nacional, PSOE y PP se quedaban arrobados ante tan constructivo y fiable personaje. En realidad todo era una pantomima, una coña. El «hombre de Estado» estaba tejiendo a ojos vista lo que luego se llamaría el procés. Sin embargo, hasta la miope prensa de derechas madrileña le otorgaba premios por su extraordinaria contribución a la estabilidad.

En sus encuentros con mandatarios extranjeros, ese mismo Pujol no se privaba de comentarles que algún día él vería una Cataluña independiente, pues el tiempo corría a su favor. A alguno de esos interlocutores incluso le planteó esta pregunta: ¿Qué es lo primero en que usted nota que está en un país extranjero? Y él mismo respondía: en que cambian el idioma y la policía. No bromeaba. Eso es a lo que se aplicó, a «hacer país», de ahí su urgencia por contar con una policía propia y por lanzar un programa inmersión a favor del catalán (persiguiendo al español en la escuela y hasta en los rótulos).

Una cosa que molestaba al taimado e inteligente Pujol era el servicio militar obligatorio. Era consciente de que fomentaba la unidad nacional y la identificación de los jóvenes con España como patria común. Así que le exigió a Aznar la supresión de la mili como una de las condiciones en el famoso Pacto del Majestic de 1996. El PP dijo que sí, con la condición de que les diese tiempo para preparar la transición a un ejército profesional. Pero al final cumplió: «Señores, se acabó la mili», se proclamó en el consejo de ministros del 9 de marzo de 2001. Aquel día se dio otro pasito para ir deshilachando España.

En la mili se perdía bastante el tiempo (y lo puedo decir de primera mano, porque me la zampé entera). Pero tenía dos cosas muy buenas: era el único lugar donde convivían personas de todas las clases sociales y de todos los puntos de España. El nacionalismo se cura viajando. La mili te obligaba a vivir en otras tierras. Podías descubrir incluso que Cataluña y el País Vasco no son el paraíso de los elfos, que existe buena vida más allá de sus lindes.

En Francia, la argamasa de los valores nacionales está perdiendo agarre, en parte por el estrepitoso fracaso en la integración de los musulmanes, muchos aislados en sus guetos y en las antípodas de los valores republicanos del país. Macron lo sabe y le preocupa. Como una manera de paliarlo se le ocurrió crear el Servicio Nacional General, una especie de mili civil de cuatro semanas. Ahora la pretende hacer obligatoria para todos los jóvenes galos de entre 15 y 17 años. Se trata de una mezcla de campamento de verano, donde se iza la bandera nacional cada mañana; labores de asistencia social y clases de valores y civismo. Desde 2019 es optativo. Pero ha pinchado: solo se anotan 32.000 de los 800.000 adolescentes franceses. Los sindicatos de estudiantes y la izquierda han puesto además el grito en el cielo ante la intención de hacerlo obligatorio.

El fracaso de esta seudo mili francesa muestra tres cosas: un hedonismo creciente en Occidente, un compromiso patriótico menguante y que la izquierda, como ocurre en España de manera dramática, se ha convertido en un agente disolvente de la nación y sus nexos comunes.

Pujol sabía lo que se hacía cuando colocó cargas de profundidad en los cimientos de España. Hoy resulta muy difícil desactivarlas. Y más con un PSOE que ya es nacionalista y con un PP más centrado en ver quién baja un céntimo más el IVA del pollo que en buscar fórmulas para salvaguardar la unidad del país.