Dejad en paz a Vargas
Asisto con estupor al escaparate público en el que cierta prensa indigna ha dado en exhibir la vida privada del autor peruano cuyas obras marcan una inflexión mayor en la narrativa española
«Mi nombre es Nadie». Pocos hallazgos quedarán tan anclados en nuestro inconsciente literario como esa réplica a Polifemo en el canto IX de la Odisea. Quizá, porque el que burila esas palabras sospecha –o, tal vez, sabe– que no es a un guerrero diestro en mañas sólo a quien está dando nombre y, con el nombre, identidad. Todo el que escribe adivina, en distintas medidas, eso: que el que firma algo de verdad imborrable queda instantáneamente borrado por ello. El nombre propio no es más que la ficción jurídica que garantiza el legítimo cobro de derechos por el autor en las sociedades modernas. Pero nada, absolutamente nada, tiene el nombre que ver con la entidad de la obra.
Asisto con estupor al escaparate público en el que cierta prensa indigna ha dado en exhibir la vida privada del autor peruano cuyas obras marcan una inflexión mayor en la narrativa española. Alguna de sus primeras novelas me hipnotizó, cuando yo tenía apenas diecisiete años: nadie había escrito, hasta entonces, con aquella vertiginosa soltura que el joven Vargas derrochaba en la geometría verbal de su Ciudad y los perros. Con el tiempo, sería, sin embargo, el escalofriante cambio de sujeto, que con su inflexión cierra el mínimo El desafío, lo que queda en mi memoria como lección de escritura. Ni conocía entonces un solo dato biográfico de su autor, ni me interesaba. Nada hubiera podido añadir eso al terror del nadador de Día de domingo, ni al desmoronamiento que dibuja Conversación en la catedral…
El nombre de todo escritor, sí, es Nadie. Como lo es el de todo pintor, el de todo músico, el de cualquier artista. ¿Y qué pueden importarme, cuando leo ese anticipo del presente que es Los demonios, las miserias biográficas del Dostoievski que lo escribe? ¿Y en qué podría afectarme la sordidez moral de Louis-Ferdinand Céline, cuando soy arrastrado por el vendaval sintáctico de su Viaje al confín de la noche? ¿Altera en algo el Diálogo de Carmelitas el angustiado desasosiego de Bernanos al escribirlo en las condiciones personales más penosas? ¿Hace la pureza de Simone Weil ni más ni menos grandes sus sutiles reflexiones sobre servidumbre y mística? ¿O modifica en una sola pincelada el esplendor de Caravaggio el haber sido Caravaggio un asesino? ¿O es más bello el Cántico de Juan de Yepes por haber sido escrito por un santo? ¿O más intensos los sonetos de Juana Inés de la Cruz por haberlo sido por una monja?
Si la obra es grande, de verdad grande, quien la escribió es, al lado de ella, un pigmeo. Borges narra la historia de un «inmortal» que vaga con las bestias sin recordar su nombre. No sabe que un día lo llamaron Homero. Pero en su lengua repiquetea el obsesivo ritmo silábico del hexámetro griego que ya no entiende. Imborrable: «Argos, este perro tirado en el estiércol».
Dejad en paz a Homero. Recordad al viejo perro Argos, cuyo corazón va a estallar a la vista del amo que creyó perdido. Dejad en paz a Vargas Llosa. Recordad al anciano roto que cierra el relato de El desafío. A muy pocos les es dado el don de ser, ante su obra, Nadie.