Fundado en 1910
El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

«Progresismos» judiciales

En lo moral –y, por extensión, en lo político–, no hay revestidura de «progresismo» que no camufle una privada voluntad de prosperar. No siempre confesable. Pero, ¿qué diablos puede significar, en rigor, «juez progresista»?

Tan hechos estamos a hablar de un sector «progresista» en la magistratura, que damos por aceptable que «progresismo» añada algo al modo de aplicar por un juez la ley. Algo que haya de ser perjudicial o beneficioso, riguroso o arbitrario.

Y es que, a fuerza de repetir –o de escuchar repetir– una palabra, creemos saber lo que dice. No es verdad. La repetición impone el malentendido más duro: el de olvidar que, detrás de todo aquello que se da por evidente, se enmascara siempre una imposición; lo más comúnmente, despótica.

Pero, de verdad, ¿significan algo los vocablos «progresismo» y «progresista»? En cualquier campo. ¿O son sólo connotaciones afectivas, que ocultan preferencias sin otro fundamento que no sea el arbitrario deseo de quien los pronuncia? El gran Gustavo Bueno solía repetir, con aquella amable sonrisa suya que anunciaba la inmediatez de la masacre, que el progresismo era el modo laico de disfrutar sin coste alguno de la providencia divina. O sea, una monumental majadería. O mejor, una variedad de ese infantilismo que exige tenerlo todo: laicidad más providencia.

Pues miren, no es posible: desde el Apéndice a la parte primera de la Ética de Spinoza, deberíamos saber –y han pasado ya más de tres siglos– que, en términos rigurosamente inmanentes, no hay engaño más peligroso que el de suponerle a lo real finalidades. Y, si algo nos han puesto sobre la mesa los últimos doscientos años, es que fingir finalidades a la historia resulta la vía más rápida de transitar a la masacre. Los grandes genocidios del siglo XX se ejercieron bajo retóricas inequívocamente «progresistas»: «progreso de la raza aria» en el nazismo, «progreso del proletariado mundial» en el estalinismo. Si alguien quiere perseverar en semejante línea, puede hacerlo. Pero conviene que no se engañe a sí mismo. Y, sobre todo, cabe exigirle que no engañe al prójimo.

Una fugaz ojeada a los diccionarios constata lo reciente de los vocablos. Ambos: «progresista» como «progresismo» no existen en ninguna lengua con anterioridad al siglo XIX. Y, en cuanto a su predecesora «progressión», el uso matemático originario, que el tomo quinto del Diccionario de autoridades recoge en 1737, descorazonaría bastante, me temo, a nuestros hoy neoprovidenciales progresistas. «Progressión. En la Arithmética es una serie de números, que se van continuando con algún excesso ù diferencia proporcional». Tanto se mueve hacia arriba como hacia abajo. «Progressión ascendente es aquella cuyos números van creciendo… Progressión descendente, aquella cuyos números van menguando». En resumen: serie. En la que, muy sensatamente, se elude cualquier valoración a más o menos, a mejor o peor.

Hijo de las ilusiones –que son siempre pequeñas formas de delirio– del siglo XIX, el «progresismo» designa el sueño de una humanidad destinada a su inminente mejora. Visto lo que vino luego, pocas fantasías cabe que sigamos haciéndonos acerca de su funcionalidad hoy. En lo moral –y, por extensión, en lo político–, no hay revestidura de «progresismo» que no camufle una privada voluntad de prosperar. No siempre confesable. Pero, ¿qué diablos puede significar, en rigor, «juez progresista»?

Es lo que tienen las palabras. Engañan, más que dicen, a quien se deja seducir por sus promesas. Un magistrado no debería dejarse hacer rehén de ellas tan fácilmente.