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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Jeff Beck, el penúltimo

La meningitis se ha llevado a un músico de virtuosismo refinado, que, a punto ya de ser octogenario, seguía poseyendo ese don de la elegancia, Stratocaster en mano

Hace menos de un año, publicó un álbum de elegancia suprema. Se llamaba 18 y era una inesperada colaboración con Johnny Depp. Murió el martes pasado, Jeff Beck. Sin la retórica trágica que acompañó a tantos de sus iguales. Ni accidente de carretera, ni sobredosis, ni cualquier otra de las vías salvajes que se llevaron en su día a demasiados en el maldito «club de los 27».

78 años. Sencillamente. Y una muy vulgar bacteria, de esas que a tales edades se llevan por delante a cualquier hombre. No a una estrella del rock and roll. No a un marginal o a un delirante del exceso, como aquel Johnny Thunders al que vi desbarrar, con un pie ya en la tumba, sobre la escena de un antro rockero madrileño, en los ochenta, ante un público horrorizado. La meningitis se ha llevado a un músico de virtuosismo refinado, que, a punto ya de ser octogenario, seguía poseyendo ese don de la elegancia, Stratocaster en mano, que compartió, hace medio siglo, con el otro gran maestro de la mesura, Clapton, y con el más salvaje Page, en el estallido de luz que fueron los primeros Yardbirds.

Un tiempo se ha ido cerrando: así sucede siempre. Alguno queda de los de aquella segunda mitad de los años sesenta, cuando el rock and roll transformó nuestro mundo infinitamente más de cuanto soñábamos entonces que iban a transformarlo las mentirosas ideologías políticas. Y, si los de mi edad miramos hacia atrás, hacia lo que fuimos –y dejamos de ser– en torno al año 1967, cuando los Yardbirds sacan su «Little Games», cuando Jefferson Airplane hace sonar aquel «Today» del que haría, cuarenta y tres años más tarde, una versión tan bella la exquisita soprano Renée Fleming, en nuestros ojos y en nuestra memoria, sólo susurrar esa música nos salva. 1967 fue el año del Sergeant Pepper’s. Y de los Doors. Y…

…Viajé a San Francisco, medio siglo después del Festival de Monterrey, sólo para poner epílogo a lo que había escrito varias eternidades antes: que el rock and roll había sido la única poética viva que conocí. Quienes tomaran aquello como valoración de texto alguno erraban: el texto, aquí, no era nada; por más juveniles pretensiones que en sus letras pusieran los autores. La poesía del rock and roll estaba en otro sitio: en la apuesta por una estética que nada quiso negociar con el pasado; en una visión de la belleza efímera como único lugar en el cual instalarse.

De aquellos Yardbirds londinenses salieron tres de los poetas sin palabras, que hicieron de la guitarra eléctrica el alma atormentada de una generación que fue la mía. Ahora Jeff Beck ha muerto. Busco en su estante los viejos vinilos. Están ahí. Pero mi arqueológico tocadiscos se niega a obedecer las órdenes y hacer que suenen. Tengo que recurrir al sucedáneo inmaterial que me brindan las bases de datos digitales. Y, entonces sí, entiendo de verdad que Beck ha muerto. Pero el que ha muerto es nuestro tiempo.

Y claro está que instalarse en una poética de lo efímero implica saber que no durará mucho. Y que cualquier retorno a casa será improbable, puede que imposible. Pero, ¿no era acaso ese imposible lo que había exigido el más grande de los poetas del siglo diecinueve? John Keats, cuyo Fancy he ido a buscar a la biblioteca, después de haber sabido la tan doméstica muerte de Jeff Beck: Pleasure never is at home… «El placer nunca acude a casa».