Fundado en 1910
Vidas ejemplaresLuis Ventoso

¡Qué maravilloso columnista!

Se ha muerto el inglés Paul Johnson, periodista católico, enciclopédico y deliciosamente conservador, algo así como el nieto gruñón de Chesterton

Mi amigo el historiador londinense Bob Goodwin solía decir cuando arreglábamos el mundo pinta en mano que «el peor y casi único pecado de un escritor es aburrir». De Paul Johnson, periodista e historiador inglés, que se ha muerto a los 94 años, se concluye que «no escribió una frase aburrida en su vida». Católico, de saberes enciclopédicos, reconfortantemente conservador –incluso cuando patinaba–, Johnson era algo así como un nieto refunfuñón de Chesterton, otro espíritu libre de la Merry England.

Los periodistas tenemos un ego inversamente proporcional a nuestra importancia, pero la chata verdad es que el periodismo es en gran medida espuma de cerveza, flor de un día. «El periódico de ayer ya solo sirve hoy para envolver el pescado», rezongaban algunos veteranos de pose cínica en los viejos días de la prensa de papel, que hoy agoniza.

Los libros que recopilan artículos de opinión suelen tener poco interés, pues sin el contexto pierden parte de su sentido. Sin embargo, eso no ocurre con Paul Johnson, mi columnista favorito junto con otro de cinco siglos atrás (un tal Montaigne). Guardo por casa una antología de artículos de Johnson, Al diablo con Picasso. Y me atrevo a recomendarlo. Abras por donde abras, te captura con su entusiasmo, sus conocimientos y la audaz contundencia de sus tesis y fobias. Sus piezas contrastan dolorosamente con la ramplonería inane y relativista de eso que algunos llaman el «joven columnismo» español («jóvenes», por cierto, todos en la cuarentena larga).

Huelga decir que Paul Johnson fue un personaje peculiar, cuya principal vocación era llevar la contraria estruendosamente. Resumía así su infancia: «Había mucha pobreza, sí. Pero también había los diez mandamientos». Nacido en una familia católica de Manchester, hijo de un artista menor y profesor de Arte, estudió con los jesuitas y más tarde se graduó en Historia por Oxford. A continuación, se pasó dos años de servicio militar en Gibraltar. Salió del Peñón con rango de capitán y asegurando que allí había aprendido a conducir (aunque en sus 94 años de vida nadie lo vio jamás al volante).

Su próxima escala fue París, donde se hizo de izquierdas, según él ante la crudeza de la policía en las protestas de 1954. Retornó a Londres como simpatizante laborista y a los 36 años acabó dirigiendo el gran semanario de la izquierda, New Statesman. Sus editores le otorgaron el cargo con desconfianza, por su firme fe católica, pero resultó un director magnífico. En sus cinco años logró la mayor circulación de la revista: 94.000 ejemplares. Johnson poseía tres grandes cualidades como director: siempre respaldaba a sus redactores frente al poder, sabía fomentar un ambiente creativo y potenciaba a los jóvenes.

Churchill señalaba que quien de joven no simpatiza con la izquierda no tiene corazón, pero quien de mayor no se ha vuelto de derechas, no tiene cabeza. Johnson se fue derechizando con la edad: «En los años 70 Gran Bretaña estaba de rodillas y la izquierda no tenía respuestas. El poder sindical destrozaba el país».

Lo destituyeron en el semanario, lo que lo llevó a pasarse un año curda y deprimido. Pero emergió de su crisis como un aplaudido articulista, que firmó en las mejores publicaciones anglosajonas, y un prolífico historiador, autor de cincuenta libros llenos de elocuencia (y criticados por algunos académicos por cierta brocha gorda). Su capacidad era inhumana: antes de desayunar escribía la crítica de un libro; a lo largo de la mañana, su artículo; y por la tarde, un capítulo de alguno de sus tochos. Además, cada día pintaba una acuarela y procuraba darse un paseo por el umbrío encanto de Green Park.

Johnson se hizo admirador de Thatcher, de la que fue consejero y escritor de discursos. Luego cortejó también a Blair, aunque acabó rompiendo con él. Pero más que la política, le preocupaba la deriva moral de su tiempo. Peleó con todas sus armas dialécticas contra el relativismo. «El siglo XX fue horrible debido a que los hombres usurpamos las prerrogativas de Dios». Rechazaba también la corrección política, que veía como «una manifestación moderna del mismo espíritu que dio lugar a la caza de brujas de Salem, la guerra civil estadounidense y la Caza de Brujas de McCarthy». Fue tenazmente anticomunista, muy admirador de Juan Pablo II e independiente hasta lo autolesivo. Tras lustros escribiendo en el amarillista Daily Mail, no se cortó en proclamar que «su tipo de periodismo es malo para el país, malo para la sociedad y malo para el propio periódico».

En algunas de sus fobias se columpió por todo lo alto: odiaba a Picasso de manera casi patológica, y también a los Beatles y James Bond. Como es obvio, los tres tuvieron infinitamente más éxito que sus feroces críticas.

Johnson daba también consejos a Lady Di, que lo trataba con afecto: «Me decía: 'Estoy totalmente de acuerdo, Paul'. Y acto seguido hacía todo lo contrario». Diana le provocó de modo indirecto el disgusto de su vida. En uno de sus artículos la conminó a que no incurriese en adulterio. Pero él mismo estaba afanado en ello. Una periodista que había sido su amante durante once años vendió a la exclusiva a un tabloide. Paul encajó como pudo: «Todos somos pecadores. Yo lo soy. Precisamente por eso voy a la iglesia cada día».

Cierto. Todas las mañanas, a las siete, entraba unos minutos al templo católico de su barrio, a disfrutar del silencio, «la materia prima más valiosa que existe», y de la esperanza en Jesucristo. «Si Dios no existiese –razonaba– no tendríamos deberes y obligaciones más que para nosotros mismos. La única consideración sería el interés personal. En una sociedad sin Dios no hay base para altruismo de ningún tipo. Solo prevalece el interés personal y manda la anarquía moral». Esas sencillas frases resumen el problema medular que invalida al auto denominado «progresismo».

Paul Johnson ya disfruta de la luz de Dios, con un vaso de escocés en una mano y la máquina de escribir cerca de la otra. Como se despisten allá arriba, en dos tardes les escribe la historia del cielo. Entera.