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El observadorFlorentino Portero

La victoria

Hará falta un trabajo político muy cuidadoso para evitar que la solución de la guerra dé paso a una crisis interna en las instituciones europeas. No saber qué es lo que queremos lograr en Ucrania es garantía de una salida poco airosa

Pocas cosas hay tan serias y comprometedoras en política internacional como hacer uso de la violencia, sea ésta del tipo que sea. Por justificada que esté, requiere de una capacidad de gestión y de una claridad sobre los objetivos finales que no suelen estar al alcance de la mayoría. Los europeos estamos en medio de un conflicto en nuestra propia tierra que, como hemos analizado en anteriores columnas, se desarrolla en dos campos de batalla complementarios: el militar y el económico.

Nuestra participación fue forzosa. Ante la invasión rusa de Ucrania no podíamos quedarnos de brazos cruzados y, bajo la incontestable dirección de Estados Unidos, optamos por ayudar militarmente a Ucrania –mediante información de inteligencia y la entrega de armamento acorde a sus necesidades– y por dañar la economía rusa a través de la imposición de duras sanciones, al tiempo que abríamos una importante línea de crédito al Gobierno de Kiev para que pudiera mantener al propio Estado.

Precisamente porque fue forzosa actuamos sin tener claro cuál era el objetivo, cuál la definición concreta de victoria. ¿En qué momento creíamos que se deberían finalizar las hostilidades? ¿Cuándo el armisticio y para qué paz? Nada hay más real que la guerra y por ello corto es el recorrido de la ambigüedad cuando la artillería destroza las ciudades. Afirmar, como hemos repetido una y otra vez, que no cejaríamos en nuestro respaldo a Ucrania mientras Rusia no abandonara su territorio de soberanía era una machada más próxima a la burda propaganda que a un ponderado juicio diplomático. En sociedades democráticas afirmaciones como ésta tienen una vigencia breve, pues de inmediato escuchamos o leemos voces autorizadas rebajando las expectativas.

En estas fechas nos hallamos ante un debate diplomático y militar sobre cómo responder a los devastadores ataques de la artillería y la aviación no tripulada rusa sobre ciudades y áreas industriales ucranianas. Las grandes potencias atlánticas –Estados Unidos, Alemania y Francia– temen que dotar a las fuerzas armadas ucranianas de capacidades artilleras de largo alcance y de carros de combate de última generación suponga una ventaja que podría derivar en una generalización del conflicto. Son muchos los que en Occidente piensan que Rusia iría a una guerra total si se cuestiona su control sobre Crimea. Preocupa también que el ataque ucraniano a posiciones de soberanía rusa, con el impacto público que vienen teniendo en esa sociedad, pueda empujar a su Gobierno a una escalada de difícil control.

Es evidente que, desde nuestra perspectiva, y muy especialmente desde la de Estados Unidos, el primer objetivo del apoyo a Ucrania era empantanar en una guerra de desgaste a Rusia, a medias castigo, a medias vacuna, para tratar de educar a su clase dirigente y así hacerle entender que sólo respetando las fronteras internacionalmente reconocidas podría ejercer alguna influencia y gozar de un cierto desarrollo económico. Rusia ha hecho el ridículo. Está pagando duramente la aventura en términos económicos, pero sus dirigentes no se han dado por vencidos. Gracias a su facilidad para acceder a otros mercados y a la indisimulada ayuda de China, la situación de Rusia no es ni mucho menos crítica. Pueden aguantar, confían en nuestra indiscutible capacidad para la inconsistencia diplomática y en la suya para superar las adversidades. La guerra continúa y todo apunta a un recrudecimiento del conflicto con la llegada de la primavera.

Más recientemente, y como consecuencia de los fracasos militares de Moscú, son cada vez más los autores que advierten de las consecuencias para la estabilidad mundial de una implosión política rusa. Esta posición, característica de la escuela realista, advierte de los problemas que nos encontraríamos si una potencia nuclear, con una cultura política nacionalista, se descompusiera en un conjunto de repúblicas de fronteras inciertas. Para estos autores es tan importante castigar el aventurerismo ruso como garantizar una salida asumible.

Las autoridades económicas nos anuncian malos tiempos. Bajo el peso de la deuda y agobiados por la inflación los gobernantes europeos tratan de encontrar una vía de salida. Si para Estados Unidos Ucrania es un escenario político secundario, para los europeos es nuestra propia casa. Washington podría permitirse alguna licencia en el terreno de la incoherencia, pero nosotros no. Las diferencias en el seno de la Unión Europea son tan grandes que hará falta un trabajo político muy cuidadoso para evitar que la solución de la guerra de paso a una crisis interna en las instituciones europeas. No saber qué es lo que queremos lograr en Ucrania es garantía de una salida poco airosa.