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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Otro feminismo

Un aliento de sensatez todavía sobrevive: el de aquel viejo feminismo de la plena igualdad jurídica, que soñamos la herencia más perenne de nuestra generación

Leo, y una tenue melancolía me invade, el Manifiesto de Dora Moutot y Marguerite Stern en la Francia hoy acosada por los ecos de una moda cargada de intereses muy materiales y muy poco confesables: el 'Me Too', esa variedad de chantaje que garantiza titulares de primera al nimio precio de destruir prestigios asentados sobre el esfuerzo y el talento. En todo el mundo: sirva de ejemplo el horripilante linchamiento de Plácido Domingo.

El texto lleva el título de Manifeste femelliste, que en español deberíamos traducir como «Manifiesto hembrista». Y, salvo por la fealdad buscada del palabro, es una muestra de sensatez, en medio de la locura en que estamos envueltos. En todo el mundo. Y claro que sus tesis son discutibles. Por eso son interesantes. Uno discute –e incluso entra en conflicto– únicamente con lo que está a la altura de la razón y de los tiempos. Lo demás sólo es bueno para la papelera.

He hablado de una tenue melancolía: ésa que nos permite retornar sobre nuestros años pasados, nuestros aciertos como nuestros errores, para rastrear en ellos una chispa de verdad. Aun cuando esa verdad haya ido siendo, en la erosión del tiempo, reducida a este triste polvo que el presente aventa. Moutot y Stern debieron nacer cuando yo andaba ya por la cuarentena, allá por los años noventa. Su primer mérito ha sido, sin embargo, el de asomarse a todo lo que en el final de los sesenta fue ganado para la libertad de las mujeres, en Europa como en los Estados Unidos. Y constatar, con ello, cuánto de aquel pulso de libertad se está perdiendo ahora. Ahora, cuando legislaciones –en Francia sólo apuntadas y en España legisladas ya– arrancan –con pretensión benévola– a las mujeres de la plena condición ciudadana, que implica la igualdad ante la ley, para tutelarlas como menores de edad al cobijo del Estado. Ahora, cuando ser mujer pasa a ser tan sólo una elección administrativa que queda al arbitrio de cada sujeto.

Reproduzco aquí el arranque de ese manifiesto. Que en nada entronca con tradición conservadora precisamente. Que es el último heredero de las mujeres libres de aquel final de los años sesenta que sacudió la mugre cotidiana en toda Europa. La mugre que ahora vuelve:

«Ser una mujer no es ni un sentimiento ni una costumbre, ni una identidad de género. El género es un conjunto de construcciones sociales que encierran a mujeres y hombres en las camisas de fuerza estereotipadas de las que las feministas trataron siempre de liberarse. Ser una mujer es una realidad biológica que se manifiesta a través de un conjunto de caracteres sexuales primarios y secundarios: cromosomas sexuales, gónadas, hormonas y anatomía general. Así pues, una mujer no es: ni un hombre castrado, ni un hombre al que le gustan las faldas y el maquillaje, ni un hombre que se siente mujer, ni un hombre que detesta la masculinidad de su cuerpo de hombre, ni un hombre al que excita la idea de ser en su sexualidad una mujer, ni un hombre al que le guste acostarse con lesbianas, ni un hombre con senos postizos…».

Cosas muy elementales, se podrá decir. Pero es que la lucha de las mujeres por la plenitud de su condición ciudadana ha sido, ante todo, una lucha por lo elemental. Una lucha, sin embargo, tan costosa como para no haber llegado a consumarse en voto igualitario y plenitud de derechos hasta mediados los años cuarenta del siglo veinte en la avanzadísima Europa.

Cosas muy elementales… Y me vienen a la memoria los versos de Yevtushenko: «Tristes tiempos, éstos en los que hay que luchar por lo evidente». Por lo evidente lucharon las sufragistas estadounidenses y británicas, las resistentes que promovieron en la Francia de posguerra el voto universal, Clara Campoamor en la España de los años treinta. Por lo evidente se baten ahora estas mujeres del Manifeste femelliste. Y vale la pena –más allá de acuerdos o desacuerdos concretos– constatar que un aliento de sensatez todavía sobrevive: el de aquel viejo feminismo de la plena igualdad jurídica, que soñamos la herencia más perenne de nuestra generación.