Envidia de Nueva Zelanda
La jefatura del Poder Ejecutivo de un país, sea cual sea su fórmula constitucional, debiera –por principio ético, pero también por ley– ser fugaz. Y cuanto más lo sea, mejor; o, si se prefiere, menos malo para el ciudadano
La primera ministra Jacinda Ardern ha dimitido en Nueva Zelanda. 42 años, primera mujer en alzarse a ese puesto allí a la más joven edad que ha conocido el Gobierno de su país: una carrera excepcionalmente brillante, una gestión impecable Ni corrupciones políticas, ni dislates legislativos, ni graves confrontaciones parlamentarias la han llevado a retornar a la vida privada. Y en un solo argumento ha dado razón de su marcha. El argumento que debiera ser el único válido para dejar un cargo público honradamente:
«Soy humana. Uno da tanto como puede y durante tanto tiempo cuanto puede. Y luego, llega el día. Y, para mí, ese día ha llegado… Estos cinco años y medio han sido los más exaltantes de mi vida. Pero existen otros desafíos que afrontar. Sé lo que este trabajo exige, y sé que no me queda ya la suficiente energía para estar a la altura. Así de sencilla es la cosa».
Así de sencilla. Y esa sencillez, desde el turbio horizonte español, envidio yo a los neozelandeses.
La jefatura del Poder Ejecutivo de un país, sea cual sea su fórmula constitucional, debiera –por principio ético, pero también por ley– ser fugaz. Y cuanto más lo sea, mejor; o, si se prefiere, menos malo para el ciudadano. La amalgama de poderes que un jefe de Gobierno concentra en sus manos hoy es un mastodonte demasiado letal como como para que toleremos su prolongación indefinida en el tiempo.
Sea cual sea el orden constitucional sobre el cual se asiente, esa prolongación acaba revistiendo automatismos tiránicos. De Gaulle, que fue el más grande de los hombres de Estado europeos en el siglo XX, acabó tragado por las investiduras de un paternalismo benevolente que hizo de él algo demasiado parecido a un monarca absoluto, por muy electo que lo fuese. Los largos años del tan corrupto François Mitterand traspasaron muy ampliamente los límites de un caudillismo tolerable. En España, los casi catorce años de Felipe González pusieron los cimientos de todas las perversiones en las que hoy vivimos: la destrucción de la autonomía judicial, la impunidad de la corrupción política, la complacencia con los sobrevalorados escaños catalanes y vascos… Sin hablar de la vergüenza nacional de los crímenes de Estado.
A falta de blindadas honestidades como la de Ardern, cualquier país mínimamente sensato debiera acometer la legislación de cautelas constitucionales que nos liberen del déspota automático que está llamado a ser todo político en las sociedades modernas. Fijar, como en los Estados Unidos, un tiempo máximo de dos legislaturas para ejercer el mando del Ejecutivo es lo mínimo exigible. Yo pienso que, si hablamos en serio, esa misma cautela debería extenderse a todos los cargos electos. Sin excepción. Que supieran, al menos, que no se van a pasar la vida entera viviendo a costa de los impuestos de los indefensos ciudadanos. Que, un día, se verán obligados a trabajar.
Pero, ¿quién tendría que legislar eso? ¿Los mismos que con ello perderían su mamandurria y tendrían que buscarse un oficio como cualquier otro muerto de hambre? Pues eso. Que estamos perdidos. Y que yo envidio hoy a Nueva Zelanda.