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Perro come perroAntonio R. Naranjo

Sánchez insulta a la Cibeles

La única respuesta del presidente al ejemplar despliegue ciudadano ha sido demostrarles que está más cómodo con Otegi y Junqueras

El ninguneo de la televisión pública y el desprecio de Pedro Sánchez, con la aorta a punto de explosión y ese tono de voz tan norcoreano, son la mejor prueba del éxito de la manifestación en Madrid y, también, del imprevisto daño que le ha hecho al Gobierno y a sus aliados una banda que convierte a los hermanos Dalton en una entrañable ONG humanitaria.

Aunque la caricatura ya estaba hecha de antemano y los zahoríes de banderas con el águila y brazos en alto llevaban días preparando el brochazo, lo cierto es que en la Cibeles y sus aledaños solo hubo personas normales preocupadas por su país y dispuestas a decirlo con la educación y el civismo de los que tantos otros «demócratas» carecen.

Allí no se quemaron contenedores; no se asaltaron parlamentos; no se linchó a policías y no se dejó todo lleno de mierda: la gente llegó a las 12, escuchó el impecable manifiesto leído por dos chavales desconocidos para el gran público, coreó «Constitución», «Democracia» o «Libertad» y se marchó 45 minutos después a seguir con sus tareas cotidianas, sin un mal gesto ni una palabra de más.

En Madrid se habló del evidente deterioro de la Constitución, asediada por partidos antisistema que tienen trincado por las gónadas a Sánchez. Del sistemático ataque a la separación de poderes derivado de las urgencias del Gobierno para cumplir con el chantaje de sus insaciables aliados. De la colonización partidista de hasta el último rincón del Estado para subordinarlo al interés de un partido. De la reforma fraudulenta de las reglas del juego para inutilizar al árbitro y alterar el resultado.

Y, en definitiva, de la ruptura de la convivencia que ha caracterizado a España desde que, en 1978, su Constitución encontrara la fórmula mágica para que tuviéramos un espacio común donde conciliar opiniones, expectativas, creencias y necesidades distintas.

Que Sánchez, una calamidad sin escrúpulos que inició su carrera presentándose como muro de contención del populismo y la va a terminar sintetizando en él mismo lo peor de Iglesias, Otegi y Junqueras juntos; se permita insultar a tanta gente de su propio país y compararla con los vándalos que abuchearon al líder de ERC mientras él se hacía fotos con Macron, le convierte en un caso irrecuperable.

Criminalizada la alternativa política; estigmatizada la judicatura; señalada la prensa crítica y reprimidos los contrapesos del Estado de derecho, solo le faltaba un hito para rematar su alocado viaje al infierno: despreciar a ciudadanos corrientes que cerraron un encuentro pacífico gritando «Libertad». Y ya lo ha hecho.

Si a Sánchez le dan más asco sus propios compatriotas que quienes históricamente les han despreciado, coaccionado, perseguido e incluso asesinado pero ahora son sus socios; el daño es irreversible y solo queda algo por hacer: llenar cada mes, cada semana, cada día las calles de toda España de esa misma gente silenciada por el poder que hoy, sin duda, es la gran esperanza para acabar con un Régimen definitivamente antidemocrático de este Kim Jong-un con ínfulas.