Autotufo
Tiene que resultar desairado y desagradable para una pituitaria sensible y exigente, como la de doña Pilar, olerse a sí misma y percibir los efluvios de un salmonete, un besugo o una merluza
He leído en un tuit, que no ha sido borrado ni desmentido, y que ignoro si fue escrito ayer o hace dos años, una amable síntesis de lo que inspiramos los españoles a Pilar Rahola, que es igual de española como barcelonesa que yo como madrileño, usted como sevillano y el de más allá como ovetense, santanderino o donostiarra. Pilar Rahola, que lleva como nombre de pila nada más y nada menos que el nombre de la Patrona de la Hispanidad y de la Guardia Civil, no termina de adaptarse a su condición de mujer española, y ha escrito en las redes un mensaje que puede interpretarse como confuso. «Los españoles me repugnan como el olor a pescado». Se trata de una simpática equivalencia con la que reconoce una injusta autorrepulsión. Tiene que resultar desairado y desagradable para una pituitaria sensible y exigente, como la de doña Pilar, olerse a sí misma y percibir los efluvios de un salmonete, un besugo o una merluza, o en su defecto, de un arenque, una sardina o una anchoa. En el último de los supuestos gozaría del apoyo incondicional de Miguel Ángel Revilla, si bien padecería del riesgo de ser enlatada en Santoña y posteriormente obsequiada para ser degustada por Pedro Sánchez, Pablo Motos o Bertín Osborne, tres de sus muchos y populares amigos.
Tengo amigos con cara de pez que huelen a lavanda inglesa, y no transita en ellos, ni por asomo, la sombra de la contradicción. El olor a pescado, efectivamente, nada tiene de sugerente, y menos aún si se percibe mezclado con el tufo o perfume a gato. No puede considerarse respetable semejante combinación o frangollo. El pescado huele a mar y el gato a tierra adentro. Existen aves, que se alimentan preferentemente de pescados, que huelen como lo bacalaos. Ahí el ejemplo indiscutible del pingüino, ora antártico, ora ártico. El gran aventurero y descubridor de la isla Svingen, cercana a Groenlandia, el islandés Marcus Dimboga, procedió a cazar un pingüino con el fin de asar su pechuga y recordar el sabor del pollo asado que le preparaba su madre, Vigdis Dimbogadottir, cuando era niño y retornaba de la escuela. Al probar la pechuga de pingüino experimentó un susto y una decepción. El pingüino sabía a lenguado. Su indignación le duró varios días, los justos para que un oso polar percibiera sus alaridos e imprecaciones, iniciara el rececho y terminara por devorar al indómito aventurero islandés, cuyo sabor correspondía con exactitud a los que el oso polar esperaba. Su sabor era el habitual de un islandés enfadado y no el de un fletán con regustos de gato. Doña Pilar, al menos cuando tuve el infortunio de conocerla y compartir con ella algunas tertulias de Protagonistas de Luis del Olmo, tenía gato. Pero jamás se me habría ocurrido decir que todas las mujeres de Cataluña me producen repulsión por combinar las emanaciones propias del pescaderío con los aromas que surgen de los mininos, o de las mininas, como la del epigrama del siglo XIX.
Tengo. Van a verla ahora;
Es tan dulce y tan monina…
¡Pepe, saca la minina
Que la vea esta señora!
Desde que he leído el mensaje en redes de Pilar Rahola, me he acercado a muchos españoles –y españolas, preferentemente– y no he percibido olor alguno a pescado. Tampoco a gato. Sucede frecuentemente con los políticos. Que son tan presumidos y ególatras que creen que el resto de los españoles son como ellos.
Y así nos va. A nosotros, no a ellos.