Pedro monta en bici
No está claro si es más de pega el acoso a Ayuso o las estampas ciudadanas de Sánchez, pero algo gordo ocurre en España
Pedro Sánchez en bicicleta es como el extra de un péplum grabado en Cuenca: salía el tipo disfrazado de romano con descuido, luciendo un Casio en la muñeca y un culot bajo la faldita, que parecía más de una clase de zumba que de una pelea contra Espartaco.
No le pegan sandalias y espada a quien viaja en Falcon con la bodega llena de jamón, pero sobre todo a quien no puede pisar la calle salvo para huir corriendo de ella.
El intento de hacerle parecer cercano y querido, con esas imágenes vallisoletanas en una bici sin frenos, o en una librería catalana donde leía el prospecto de Hemoal o jugando a la petanca con pensionistas de cartón piedra en Coslada; son una ceremonia de autoinculpación que sus 1.800 asesores no han sabido advertirle: quería resultar entrañable y auténtico, pero parecía Juan Luis Galiardo en la película de Aranoa donde se alquilaba una familia para disimular.
Porque tuvieron que hacerle un perímetro de seguridad similar al de una cumbre de la OTAN o al de la zona de catering del Congreso cuando se arrima la delegación de Podemos, ya muy alejada como Sánchez de la famélica legión y muy dispuesta a aprovecharse, para lo que les queda, de los privilegios efímeros del poder.
Si la primera parte de la película sanchista es rodearle de falsos ciudadanos para simular un liderazgo social ficticio; la segunda es utilizar a otro grupo de extras distinto para recrear la atmósfera opuesta a sus rivales.
Donde a él le pintan como a James Stewart en Qué bello es vivir, aunque sea el Cortadedos de Mad Max; a la Ayuso de turno le fabrican escraches con tontos útiles que aspiran a ser Ione Belarra de mayores y se ven, aquí con alguna razón, con los mismos méritos que ella para lograrlo.
Pero lo cierto es que Sánchez no puede darse un paseo y Ayuso puede entrar a cualquier bar, en una metáfora espléndida de los dos mundos paralelos que conviven en el mismo tiempo y el mismo espacio en España.
En uno, Sánchez pelea contra un franquismo inexistente, fabrica enemigos falsos para tapar su coyunda con Otegi; falsea sondeos, estadísticas y cifras para simular un bienestar de pega; hipoteca a tres generaciones para intentar comprar el voto de media España y se paga selfies internacionales para parecer un líder capaz de arreglar el mundo aunque no sepa ni dónde queda su pueblo.
Pero luego solo puede jugar a la petanca con jubilados del PSOE, al mediodía, cuando todo el mundo está comiendo, en un parque de extrarradio acordonado por la Policía.
En el otro, el de verdad, la terrible oposición se abstuvo en la votación del tercer decreto anticrisis para no perjudicar a los escasos ciudadanos beneficiados por la enésima pedrea sanchista y le ha ofrecido al Gobierno diez pactos de Estado, todos rechazados.
Los empresarios aguantan estoicos ataques abyectos como el sufrido por Juan Roig. La ciudadanía soporta sin rechistar uno de los mayores esfuerzos fiscales del mundo, una cesta de la compra por las nubes, unas hipotecas tremebundas y un asalto sistemático a la democracia perpetrado desde dentro del Estado.
A Ayuso la han atacado en el mismo tipo de Universidad que no rechistó cuando a Pablo Iglesias le nombraron profesor honorífico; a Monedero le dejaron saltarse la exclusividad para facturarle a Venezuela: a Errejón le regalaron una beca para que pudiera montar Más Paguitas, el nombre oficioso de su partido. Y a Begoña Gómez, por cierto, una pseudocátedra.
Pero la verdad ha dejado de tener valor y el gran peligro es que, acostumbrados ya al engaño, podamos empezar a creer que efectivamente Pedro Sánchez nos cuida y Franco nos acecha. Con estos universitarios en ciernes, nada es ya imposible.