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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Sánchez ama a Ayuso

Lo estupendo para Ayuso es que no tiene ni que esforzarse. Haga lo que haga, al morador de la Moncloa se le suben a la cabeza todos los soponcios

La talla de un político se mide por el grado de hostilidad que levanta en sus adversarios. Es una regla universal de ese triste oficio. Y da a los ciudadanos el único espectáculo divertido, en un teatro que oscila siempre –sobre telón gris– entre lo sórdido y lo aburrido. Ya sé que ver a un político darse de cabezazos contra el muro es un triste consuelo. Pero a mí, que ya no aspiro a grandes cosas, sentarme a contemplar las rabietas del doctor Sánchez cada vez que la imagen de Isabel Díaz Ayuso le arruina el día, se me hace, lo confieso, sumamente placentero. Y bastante más que placentero, me imagino que se le hará a una presidenta de comunidad autónoma, cuya sola presencia sume al omnipotente presidente del Gobierno en unas alferecías tan vistosas.

Lo estupendo para Ayuso es que no tiene ni que esforzarse. Haga lo que haga, al morador de la Moncloa se le suben a la cabeza todos los soponcios. Y digo yo que, con el ejército de asesores estéticos, cosméticos y publicitarios que el señor doctor se hace pagar por el contribuyente, alguien le habrá ya explicado la pifia de manual en la que viene cayendo con infantil pertinacia. Que la máxima autoridad ejecutiva del Estado no tenga nada mejor que hacer que pillarse berrinches de repetición contra una autoridad regional, hace de la autoridad regional una alternativa de Estado. Y de la autoridad de Estado poco más que un concejal de pueblo. Será que le gusta eso, digo yo: los gustos del Doctor Sánchez son verdaderamente estrafalarios. Pero estoy segurísimo de que Díaz Ayuso se lo agradece en lo más hondo de su corazón. Y, sobre todo, en lo más eficaz de sus neuronas políticas.

Lo último ha sido descacharrante. A la presidenta madrileña le da título de «estudiante ilustre» la Universidad en la cual estudió. Lo cual es casi formular un pleonasmo: ¿a ver cuántos estudiantes de la Complutense han llegado a ese grado institucional y, además, tan jóvenes? De momento y sin tirar de archivo, no me sale ninguno. Declaración inmediata de guerra. Y el doctor manda, para linchar a la «asesina» –de verdad, no lo invento, la llamaban los linchadores «asesina»–, a las barras bravas de sus asalariados podemitas en el Gobierno. Que hacen un ridículo inconmensurable. Precioso todo.

Y más precioso aún fue que el gran coro sanchista entonase su elegíaco sollozo por el «desprestigio» causado a la institución universitaria. Con lo que, gracias a Ayuso, Sánchez, nuevamente, se desbarata la crisma contra un muro que él mismo se había puesto por delante. ¿Recuerda el presidente que a su señora alguien –alguien– la ha puesto a dirigir una cátedra en la Complutense? ¿Que no es para tanto? Puede. Pero es que la tal cónyuge jamás ha ganado una oposición de catedrática. ¿Que eso son tiquismisquis? Puede. Pero es que la señora del presidente ni siquiera es, como él, doctora cum fraude. ¿Que no hay por qué pararse en esos mezquinos matices? Tal vez. Pero es que la señora Gómez no es tampoco licenciada en nada. ¿Existe un caso más bruto de «desprestigio» para la Universidad que el de una directora de cátedra que no posee ninguna licenciatura? A lo mejor existe, no sé. Habrá que investigarlo.

Y, mientras tanto, la carcajada de Isabel Díaz Ayuso debe de estar resonando en Pernambuco. ¡Muchas gracias, Doctor Sánchez!