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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

Orzán, una elegía

Hombre buenos, engullidos por el mar uno tras otro, en una historia heroica que vuelve a emocionar cada vez que llega un final de enero

La milenaria ciudad de La Coruña es una barra de tierra sobre el mar, acostada con osadía en las aguas de lo que los romanos llamaron el Portus Magnus Artabrorum, el gran puerto de los ártabros. A un lado están los muelles y las preciosas galerías acristaladas de La Marina. Al otro, las playas urbanas de Riazor y el Orzán, un continuo separado por una coraza. En el esquivo estío coruñés («este año el verano cayó en miércoles», bromean los clásicos locales), los arenales están abarrotados y el paisaje se torna risueño, amable, como ocurre también en muchos días claros del invierno.

Pero no debemos llamarnos a engaño. A veces el Atlántico se encabrona, el Nordés sopla todavía más feroz que de costumbre, la lluvia ventosa corta casi en horizontal y las olas pueden con todo. En el siglo pasado, el mar de los temporales más bravos llegaba a colarse incluso en la vecina plaza de Pontevedra, donde yo nací, en un sanatorio art déco ya demolido, a solo 200 metros de la orilla del océano. Hoy se intentan controlar los daños de las borrascas norteñas levantando cada invierno una duna artificial que contiene las embestidas del oleaje.

En la noche del 26 al 27 de enero de 2012 hacía un tiempo de perros en La Coruña. Alerta naranja, viento, lluvia, frío, olas de cinco metros en la bahía. Pero el borrascón no restaba público a los animados bares insomnes del barrio del Orzán, en un viernes en el que los universitarios celebraban el final de sus exámenes parciales. A las cinco de la mañana, avisaron a la policía de que un hombre estaba bañándose en la playa con riesgo claro. Algunos agentes acudieron a auxiliarlo, pero logró salir por sus propios medios. Era un militar francés que llevaba encima un contento y que formaba parte de la tripulación de una fragata atracada en la ciudad. Veinte minutos después, un grupo de chavales guiris del programa Erasmus no tuvieron idea mejor que bajar a la playa a escribir sus nombres en la arena húmeda. Uno de ellos, Tomas Velicky, un eslovaco de 23 años, se acercó a orinar a la orilla. Una ola lo enganchó y lo arrastró mar adentro.

Velicky, un muchacho de ojos claros, sonrisa grande y calva prematura, se convirtió al instante en un pelele zarandeado por la resaca de una bahía traicionera, donde se cruzan las corrientes contradictorias de Riazor y el Orzán. Ora emergía haciendo gestos de socorro, ora se le perdía de vista, en una madrugada de tiempo espantoso y mar ingobernable.

Unos policías de paisano que habían acudido a auxiliar al soldado francés se pusieron en marcha de inmediato para rescatarlo. Ayudados por algunos voluntarios espontáneos formaron una cadena humana de una docena de personas, con la idea de sujetar a Velicky desde la orilla cuando lo acercase el oleaje. De hecho, en una de sus idas y venidas llegaron a asirlo, pero el mar volvió a arrebatárselo. La cadena humana resistió varias embestidas de las olas. Pero al final llegó un golpe de mar que engulló a la vanguardia del dispositivo. Tres policías nacionales se vieron peleando en el maremágnum imposible del Orzán: José Antonio Villamor, de 34 años; Rodrigo Maseda, de 35 y Javier López, de 38. Los tres eran buenos nadadores. Pelearon hasta la extenuación por sus vidas y la de Velicky. Ganó el mar. Murieron los cuatro.

La historia no acabó ahí. A las nueve de la mañana se encontró el cadáver de Javier en la salida de la bahía al mar abierto. Seis días después, el Atlántico devolvió en Riazor los cuerpos de José Antonio y Rodrigo. Los restos de Tomas Velicky aparecieron 21 días después en la playita de Las Amorosas, cerca del Orzán. Pasado un mes, como haciendo justicia poética, el océano entregó la placa desgastada por la salitre de uno de los policías.

Peter Velicky, el padre de Tomas, llegó a La Coruña dos días después de la noche trágica. Lo embargaba un lógico temor a las recriminaciones, el miedo a alguna humana reacción del tipo «tu hijo es el culpable de todo». No fue así. No había rencor en las familias de los policías muertos. «Solo recibí cariño, comprensión y amor». La madre de Rodrigo, uno de los héroes del Orzán, cree que Tomas fue «una víctima más, tan buena o generosa como podría ser nuestros hijos, siento ternura por el chico». Las familias gallegas han mantenido todos estos años la relación con el padre del estudiante eslovaco. Al final, Peter Velicky también ha podido devolverles algo, su esperanza cristiana. «Su fe pura y firme en el reencuentro de nuestros hijos en un nivel superior nos refuerza a todos nosotros».

Este fin de semana, como cada año, un grupo de policías con sus mejores galas homenajearon a sus tres compañeros en la coraza del Orzán. Sonó una corneta lastimera, que cortaba el alma con sus notas, un clérigo pronunció un responso y asperjó agua bendita. Inevitablemente, mucho volvieron a llorar por aquellos hombres buenos. «Tú ya eres feliz, mi pequeño», escribió en unos versos la madre de Rodrigo.

«Javier siempre fue así desde pequeño, de ayudar a los demás», recuerda la madre de otro de los policías. El mundo está lleno de personas extraordinarias, como aquellos chicos que pelearon en las fauces de un temporal invencible para tentar la quimera de salvar a una persona a la que no conocían de nada. Dios los tenga a los cuatro en su gloria.