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Palabra de honorCarmen Cordón

La graduación de María

Cómo es posible que haya pasado tanta vida sin que me haya parado ni a pensar. Nos decían en el colegio que los seres vivos nacen, crecen, se reproducen y mueren… y ahora que me he reproducido, ¿qué he de esperar?

Aquellos de ustedes que, por lo que sea, no hayan tenido hijos sepan que son afortunados porque están a salvo de la sacudida emocional que supone parpadear y ser víctima de algún tipo de magia negra que ha transmutado 30 años de tu vida en un fugaz pensamiento.

Ignacio y yo tenemos tres hijos: dos vuelan ya en solitario y el viernes se graduó María, la más pequeña. Lo dicho, en un abrir y cerrar de ojos vital me encontré a mí misma en el Palacio de Congresos de Marbella sentada entre el público mirando, vestida con birrete y toga, a aquella dulce bebita de mirada paciente, que gateaba a velocidad ultrasónica hasta mi encuentro (yo pasaba largas horas escribiendo) y se erguía tambaleante apoyada en mi regazo exigiéndome triunfante un paseo. Fue emocionante y cuando mi marido y yo dejamos atrás todo el trajín de la ceremonia, los abrazos, los discursos autocomplacientes y la celebración en la que los más jóvenes se quedaron a darlo todo, él y yo volvimos solos al hotel, entramos en silencio, me quité los zapatos, me senté en la butaca frente a la ventana y un sabor entre dulce y amargo invadió mi ánimo dividido entre el orgullo de ver la culminación la gran obra de la crianza de los hijos ya hecha, y la amarga sensación de que el tiempo es fugitivo y se me ha escapado entre los dedos mucho más liquido de lo que yo nunca pude imaginar.

Hoy, escribiendo frente al mar, parece como si este Levante Torreño hubiese soplado 30 años de mi vida sin piedad y temo haber llegado a esa edad en la que la biografía de uno es ya irreversible. Me siento mayor, cumpliendo con mis responsabilidades por inercia, desprovista de misión y convencida de que va a ser difícil encontrar otra aventura con la intensidad de la ya vivida.

Cómo es posible que haya pasado tanta vida sin que me haya parado ni a pensar. Nos decían en el colegio que los seres vivos nacen, crecen, se reproducen y mueren… y ahora que me he reproducido, ¿qué he de esperar? Soy empresaria, saco adelante proyectos estimulantes, casi imposibles, la lucha es titánica, pero siento que nada encontraré que absorba así mis sentidos, que tire de mi con esa fuerza, que guíe mis pasos con esta pasión que ningún esfuerzo en treinta años ha podido extinguir.

Y ahora que María también se irá me pregunto: si hubiese sabido que esto pasaba tan rápido ¿habría vivido de otra manera? Tal vez no habría trabajado tanto, emprendido tanto, distraído tanto.

Hoy, la sensación de vida resuelta y culminada preside todo lo que hago y repasando las fotos de la graduación del viernes me he reconocido en el cuerpo de una mujer madura de mirada sabia y alma desgastada que tiende a apagar aventuras antes de lanzarse a consumirlas, como hacía antes.

Recuerdo mis inicios, mis ilusiones, mi entusiasmo, mi ambición. Me licencié, me comía el mundo, trabajé, trabajé más y luego la vida tomó el control sin importarle lo que yo tenía pensado. Atropellada por el destino luché, no vencí, pero seguí adelante; pasó el tiempo y entonces tuve a mis hijos y se me olvidó el infierno, y el cielo también, porque volví a pensar que la gloria era de este mundo. Con ellos tres, distintos cada cual, volví a vivir, a sentir, a descubrir y a luchar con fuerzas renovadas por lo que nos correspondía. Supongo que en eso consiste vivir, en cabalgar hacia adelante en el tiempo con la pasión del descubridor sin saber, improvisando cada vez, aprendiendo a ser hija, a ser madre, a ser compañera, a ser.

Me dijo una vez un hombre sabio: «Youth is wasted on the Young»: se vive, se consume, se viaja la vida y luego ya es tarde para pensar.

El viernes, me deleité observando a la juventud allí presente. Mi hija se va a comer el mundo. Sólo hay una época de la vida en que se tiene esa mirada limpia, audaz y briosa provista de la fuerza imparable del que nada sabe; con el empuje del que exprime el presente porque no tiene miedo a perder; con el ímpetu de aquel que se cree inmortal. La juventud y la ignorancia son un tesoro que la vida va consumiendo y, mientras esto sucede, el viaje es apasionante. Una aventura sin control que sirve para descubrir de qué pasta estás hecho, desvelarte a ti misma y aprender a quererte.

Levanto la mirada y miro a mi marido, mi compañero de vida, siempre a mi lado y eternamente ajeno a las tempestades de mi alma. Creo que el pecado no está en haber vivido sin estrategia, consumiendo el tiempo sin más, sino en ser un alma vieja y tirar la toalla de la ilusión. Me encanta la anécdota de Sócrates, rescatada por Italo Calvino, en la que, mientras se preparaba la cicuta que el filósofo bebería para cumplir con su sentencia de muerte, se empeñó en aprender una pieza para flauta. Los que le acompañaban le preguntaron para qué ese afán y él respondió muy serio que para qué iba a ser: estaba vivo y quería saberla antes de morir. Ése es el espíritu.