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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

Cómo vivir 100 años

Parece ser que al final se trata de buenos genes, moderación y mantener una ilusión hasta el final

Casi todo lo importante está ya dicho. Y hace siglos. El «Libro del Eclesiastés» de la Biblia, poético y enigmático, dejó perfectamente retratada la estremecedora provisionalidad de la condición humana: «Todo va a un mismo lugar, todo está hecho de polvo y todo volverá al mismo polvo». Las reflexiones del Eclesiastés tienen tal calado que en el siglo XX incluso inspiraron dos maravillosas canciones, una de los Byrds (Turn! Turn! Turn!) y otra de Kansas (Dust in the wind). No sabemos cuándo llegará nuestra hora, esa es la implacable verdad. Pero para poder seguir viviendo y no sumirnos en la desolación funcionamos como si la muerte no existiese, la alejamos de nuestros pensamientos cotidianos (o lo que es mejor: nos acogemos a la esperanza de un futuro con Dios).

Pero mientras no acaba de caer el telón, lo razonable es llevar lo mejor posible nuestro tránsito por aquí abajo. Gerardo Fernández Albor fue un ilustre médico compostelano, reconvertido en político. Curiosamente, su retrato cuelga en el Bundestag por su contribución desde el Parlamento Europeo a la unificación alemana («las condecoraciones no deben ser nunca solicitadas, no deben ser nunca rechazadas y no deben ser nunca utilizadas», solía rezongar parafraseando a Churchill).

Con su calma, su media sonrisa y su bigotillo, Gerardo vivió cien años, estupendos hasta el final. Incluso mantenía un artículo semanal en el periódico de Santiago. Cuando le preguntaban por el secreto de su magnífica longevidad respondía con tres sucintos consejos: no enfadarse, no hacer deporte y no cenar. La fórmula perfecta. Además, esperaba la última puerta con la serenidad bienhumorada que le otorgaba su fe católica: «Y después de esas tres cosas, pues solo queda dar gracias a Dios, porque el que manda es el de arriba, y si un día me dice ‘xa chegou, Gerardo’, pues eso, ya llegó. Pero mientras tanto…». El viejo galeno sostenía que odiar al prójimo resulta malo para la salud y que vivir cabreado «daña el corazón y el estómago». Con un punto estoico, recomendaba «ser feliz con lo que el destino te ha dado», no envenenar el alma con envidias.

Concuerdo con las tesis de Albor, hoy incluso en lo del deporte. Confieso que fui uno de esos que salen a correr como posesos los fines de semana (hasta que me di cuenta de que me estaba escoñando la espalda). Contemplo con pasmo cómo gente de mi quinta se anota a disputar maratones, pasando por alto que ya el soldado griego clásico Filípides, el pionero, la palmó de fatiga tras correr los 40 kilómetros de Maratón a Atenas. No menos asombro me suscita la moda de los gimnasios de boxeo (tuve algún compañero que llegaba al trabajo con la cara colorada por los sopapos encajados, pero se ufanaba de que era «muy bueno contra el estrés»). Tampoco entiendo bien la obsesión que acaba convirtiendo ciertos rostros populares en clones de mirada gatuna y labios inflados, todo cincelado por una cirugía que juega a la utopía de revertir el tiempo.

A la fórmula de la longevidad de Albor cabría añadirle un ingrediente: mantener siempre una ilusión, continuar activo de algún modo. Se acaba de morir el ilustre economista Juan Velarde, a los 95 años, y ha publicado en prensa hasta el final. Hace solo unos meses asistí a una conversación con él y hablaba de sus proyectos como si tuviese 22 abriles. Conozco a varias personas que se prejubilaron pronto, resaltando que «ahora por fin voy a disfrutar de la vida». En solo tres meses se percataron de que sin nada que hacer los días se les volvían plomizos y, pasada la novedad, los paseos en día laborable se convertían en una rutina anodina.

La condición sine qua non de la longevidad es que en la lotería de la cuna te toquen buenos genes. A partir de ahí, el resto parece claro: conformarte con lo que tienes, confiar en que Dios espera al otro lado; no ser ni un muermo que no hace nada, ni un pirado que hace demasiado; y tener alrededor gente a la que aprecias y que te aprecia. Lo que nadie ha logrado hasta ahora es llevarse al más allá la pasta, los cargos, las vanidades mundanas y las neuras políticas. Como recomendaban Siniestro Total, aquellos punkis socarrones: «Ante todo, mucha calma».