Antisemitismo: Colau, sin ir más lejos
El arrogante antisemitismo de Colau es un escupitajo al rostro de los hombres libres, al rostro de la condición humana
Fue primero un manifiesto, promovido hace dos meses por Comisiones Obreras y UGT en Barcelona bajo máscara de BDS, «Movimiento para el boicot, la desinversión y las sanciones contra Israel». El manifiesto exigía que la ciudad rompiera relaciones con la capital del único Estado democrático del Cercano Oriente, Tel Aviv, para reemplazarla por la fraternidad con las autoridades del epicentro del terrorismo mundial: Cisjordania y Gaza. A un régimen convencionalmente parlamentario, Israel, los sindicalistas catalanes preferían las bandas de asesinos que imponen un arbitrio económica, social y moralmente devastador. No decía gran cosa ese manifiesto de la realidad israelí ni palestina, por supuesto. Pero hablaba más que elocuentemente de la realidad sindical catalana.
Para los redactores de esa joya de un anacrónico antisemitismo que no hubieran dudado en suscribir Drumont o Rosenberg, «Israel sólo puede seguir imponiendo» lo que los sindicalistas llamaban «un régimen de apartheid» por culpa de una perversa «complicidad internacional» que se resistía a potenciar el criterio de Hamás y la OLP: arrojar a los judíos israelíes al mar, misión que el viejo Hitler no pudo consumar con la plenitud que la historia le había encomendado: «Hitler, de bendita memoria…, en nombre de los palestinos, se vengó de antemano contra los más viles criminales de la faz de la tierra; aunque una queja tenemos contra él: que su venganza no fuera suficiente», escribía el editorialista de Al-Akhbar. La carta fundacional de Hamás es aún más clara en su proyecto de aniquilar la población judía: «Israel existirá y continuará existiendo hasta que el Islam lo destruya, de la misma manera que ha destruido a otros en el pasado…; los musulmanes deben levantar el estandarte de Alá sobre cada pulgada de Palestina».
Ada Colau, la estupefaciente alcaldesa de Barcelona, no podía perderse esta ocasión que sus colegas sindicalistas le brindaban para ponerse a la cabeza de un antisemitismo con venerables raíces en el nacionalismo racista catalán de principios del siglo XX. La exigencia «a los partidos del Ayuntamiento de Barcelona» de que «accedan a romper el hermanamiento con Tel Aviv y a potenciar la solidaridad con el pueblo palestino» es ahora adoptada como propia por una regidora municipal, que ha anunciado su decisión de proponer al inmediato pleno municipal de febrero la ruptura con Tel Aviv y el compadreo con quienes acaudillan las bandas criminales de la OLP y Hamás. Conociendo los finos sentimientos y la sólida formación académica de la señora Colau, ninguna sorpresa hay en su decisión. Hay un insulto para sus conciudadanos. Hay un insulto para la sociedad española, que ha sufrido en carne propia los embates del islamismo: en Madrid como en Barcelona. Hay un insulto para la Europa moderna, la que se fundó sobre la certeza de que nunca más –nunca más– se asistiría pasivamente al exterminio del pueblo judío. Nunca más, después de los seis millones de asesinatos que contabiliza la «inacabada» hazaña hitleriana.
Y, más allá de todo, el arrogante antisemitismo de Colau es un escupitajo al rostro de los hombres libres, al rostro de la condición humana. De su anaquel tomo el viejo libro de Jean-Paul Sartre, que leí cuando yo era sólo un adolescente, y que me prometí no olvidar. 1954. «El antisemita es el hombre que quiere ser roca implacable, torrente furioso, rayo devastador: cualquier cosa menos hombre». Cualquier cosa: Colau, sin ir más lejos.