Un embajador grosero
Un futuro Gobierno no hipotecado por sus socios infecciosos, podría valorar la conveniencia de mantener a embajadores groseros con quien ha sido un extraordinario Rey
El Rey Padre, don Juan Carlos I, no es un exiliado. Es un español residente en otro país. No tiene cuentas pendientes con la Justicia española y se mantiene alejado por no entorpecer con su presencia estable en España, en tiempos tan desdichados, a su hijo, el Rey Felipe VI y a la Corona. Como español puede volver a España cuando quiera, y permanecer en su país el tiempo que le venga en gana. Si no lo hace es por altas razones y motivos institucionales. Con un Gobierno comunista que desea implantar en España una Tercera República, su presencia podría obstaculizar el Reinado de su hijo. Tal es la inquina de este Gobierno contra el Rey que devolvió a España la plena libertad e impulsó la democracia y la Constitución de 1978, que el embajador de España en los Emiratos Árabes Unidos tiene la orden de despreciarlo y humillarlo. Igual obedece y cumple las órdenes del ministro Albares y el Gobierno de Sánchez, o se trata simplemente de un embajador grosero, que es lo único que no puede ser un embajador de España con quien ha sido su Rey, y ahora es el padre del Rey
Felipe. El señor embajador, Íñigo de Palacio, evita hasta el saludo al Rey Juan Carlos, y le fuerza a presentar instancia para cualquier trámite burocrático en la embajada. Ningún español residente fuera de España, ninguno, merece el desprecio de su embajador.
Las relaciones entre Franco y Don Juan fueron siempre conflictivas. Como dijo Foxá, «el trono no admite dos culos». Don Juan sí era un exiliado, y cuando se instaló en Estoril, el Jefe del Estado cuidaba mucho el nombramiento de sus embajadores en Portugal. Se vigilaba a Don Juan, pero con la orden de respetarlo con muy especial consideración. Y los embajadores de los tiempos duros, desde el establecimiento de Don Juan en Estoril a la entrega de la carta de Franco informándole que su hijo Don Juan Carlos sería su sucesor, fueron fieles y leales al Régimen sin caer jamás en la descortesía y la grosería con Don Juan. Ibáñez-Martín, Nicolás Franco Bahamonde –hermano del jefe del Estado– y José Antonio Giménez-Arnau, que contaba con la plena confianza de Franco y el Almirante Carrero-Blanco cumplieron con el respeto al Jefe de la Casa Real Española y Rey de Derecho en el exilio. A su hermano Nicolás, con quien Don Juan se llevó personalmente a las mil maravillas, le llamó Franco a Madrid: «Nicolás, recuerda que eres mi embajador ante Don Juan, no el embajador de Don Juan ante mí». Los diplomáticos de carrera y políticos de España jamás fueron groseros con los españoles. El embajador de España en México tenía orden de ponerse a disposición de la viuda de Azaña en el caso de que ella, esposa de un presidente de la República y enconado enemigo de Franco, solicitara la ayuda de la embajada o del consulado para cualquier gestión burocrática. El embajador en los Emiratos, Íñigo del Palacio, tiene la orden adversa. Despreciar y humillar al Rey Juan Carlos I siempre que sea necesario, y la cumple a la perfección. No es un alto funcionario del Estado. Es un militante activo y obediente de un Gobierno sostenido por el estalinismo de Podemos, el separatismo demencial de ERC, y los herederos de la ETA.
Un embajador de España siempre ha sido otra cosa. Quizá el embajador, por sus desprecios al Rey alejado, no ha calculado bien los tiempos y los hechos. No parece asegurada la continuidad de este Gobierno pésimo y enfrentado después de las próximas elecciones. Y un futuro Gobierno no hipotecado por sus socios infecciosos, podría valorar la conveniencia de mantener a embajadores groseros con quien ha sido un extraordinario Rey, con sus flaquezas humanas expuestas y reconocidas públicamente.
Pasará la tormenta del odio y la envidia. Pero quizá, Dios lo evite, sin darle tiempo al Rey Juan Carlos a disfrutar de su casa y de su país.
El que humilla, también está en peligro, señor embajador.