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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

Sánchez lo destierra, Macron lo invita a cenar

La Monarquía británica o el presidente de Francia dan trato considerado a Juan Carlos I mientras en el país al que sirvió paga el capricho de un gobernante

Uno de mis abuelos solía llamar a la tolerancia y a saber perdonar al prójimo con esta gráfica frase: «Todos tenemos un pelo en la nariz». Con ello quería indicar que la condición humana es falible y que no hay que evaluar a las personas como si fuesen ángeles incólumes.

Nuestras biografías, todas, se escriben en gama de grises, no en blanco y negro. La del Rey Juan Carlos, de 85 años, no es una excepción. Prestó excelentes servicios a su país y durante su reinado España alcanzó una etapa de gran bonanza y modernización. También es cierto que incurrió en su vida privada en los deslices clásicos que señalaba el relato bíblico: el culto al becerro de oro y al tirón de la concupiscencia. Esa mala conducta fue sancionada en su momento por su propio hijo, que le retiró la asignación pública y hasta renunció a su herencia a modo de gesto ejemplar. Sin embargo, tras una exhaustiva radiografía fiscal y judicial, a día de hoy Juan Carlos I no está condenado por nada, ni acusado de nada. Entonces: ¿por qué ha acabado en lo que de hecho supone una suerte de destierro?

Si Juan Carlos I se vio forzado a marcharse de su país se debe a la presión que ejerció el presidente del Gobierno contra él en el verano de 2020. La memoria aclara muchas cosas. Para ayudar al PSOE en las elecciones vascas y gallegas de aquel estío, el 4 de julio Sánchez proclamó exultante que habíamos «derrotado al virus» y animó a «disfrutar de la nueva normalidad». Se precipitó por completo. La covid volvería enseguida, y con varias oleadas más, que se cobrarían todavía miles de muertos (de hecho seguimos sin conocer la cifra real, una de las muchas miserias de un Gobierno afecto al oscurantismo y la manipulación).

Tras declarar el fin de la pandemia, el presidente se largó de vacaciones. Pero el virus empezó a subir de inmediato y se conoció también el dato de que éramos el país de la OCDE con la peor caída del PIB. La propaganda que vendía una heroica labor de Mi Persona contra la pandemia hacía agua. Sánchez necesitaba rápidamente un señuelo para distraer al público, una cortina de humo, y eligió al Rey Juan Carlos, del que en realidad el público se acordaba ya poco hasta que el Gobierno lanzó su campaña. Sánchez lo señaló en sus declaraciones y su coro de medios comenzó a copar los telediarios y tertulias con los supuestos desafueros del viejo Monarca, como si constituyesen el problema capital de España. Esa presión se tradujo en una insólita pena de destierro. El 3 de agosto de 2020 Juan Carlos I tomó el avión rumbo al extranjero. Lleva más de dos años viviendo fuera del país al que sirvió con tanto éxito.

Como español –e imagino que el sentimiento es común a muchos de mis compatriotas– me molesta ver cómo la monarquía británica, que lo invitó al funeral de Isabel II, o el presidente de la República Francesa valoran a Juan Carlos I, mientras que aquí nuestro Gobierno lo trata como a un can, como a un apestado. Mientras Macron invita al Rey que contribuyó a una exitosa Transición a cenar con él y Vargas Llosa en el palacio del Eliseo, aquí el capricho de un gobernante oportunista le pone trabas para que pueda vivir en su país (y hasta lo ponen verde cuando lo pisa, como hicieron cuando viajó a Galicia).

Probablemente a muchos españoles les gustaría ver la estampa exactamente contraria: el viejo Rey en Madrid y ese que ya saben, lo más lejos posible.