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Perro come perroAntonio R. Naranjo

A propósito de los Goya

Iba a hablar del cine español, pero se me ha ocurrido algo mejor sobre el país que se preocupa mucho por los ratones y poco por las gallinas

Estaba tentado de dedicarle el artículo a los Premios Goya, vanguardia habitual de ese neopuritanismo reaccionario que se pone un disfraz pseudoprogresista para disimular el olor a cerrado. Pero la evidencia de que una cosa es el cine español y otra los iconos del cine español desaconseja dedicarle más tiempo al asunto.

Ni Bardem ni Almodóvar ni ninguna de las estrellas de sensibilidad oscilante, capaces de preocuparse mucho por la sanidad madrileña cuando no hay pandemia y nada cuando la hay si lo uno perjudica a Ayuso y lo otro beneficia a Sánchez; tienen el suficiente empaque para estropear el inmenso placer que supone vernos en la pantalla y reconocernos.

Medem, Saura, Amenábar, Coixet, De la Iglesia y el propio Almodóvar fabrican cápsulas del tiempo que permitirán saber cómo éramos cuando dejemos de estar entre los vivos y habrán rodado la crónica visual de España, aun sin querer, cuando tengamos que recordar cómo fuimos. Y ni ellos mismos u otros de la misma recua podrán quitarnos eso, por mucho que insistan con sus diatribas y silencios huevones.

Pero fuera del plató ocurren cosas que reclaman más atención, y dos de ellas han quedado fuera del radar por la magnitud de otras que han copado la atención: la aprobación de la Ley Trans y la de Bienestar Animal, en el penúltimo peldaño de la escalera que en breve las hará definitivas, han quedado escondidas en esa crónica cruel sobre el aborto, el Tribunal Constitucional o la ruina que escriben con renglones torcidos la vida cotidiana.

Y aunque parezcan dos leyes autónomas y distantes entre sí, nacen del mismo desvarío ideológico que también está presente en el aborto, la eutanasia o la educación; marcadas todas por un deseo confesado de imponer una cosmovisión del ser humano subordinada al credo ideológico del rampante poder en vigor.

Nos hemos acostumbrado a casi todo, apenas dedicamos un par de minutos a intentar entender la trascendencia de las decisiones que, tacita a tacita, adapta un Gobierno caníbal consigo mismo y con la sociedad a la que devora.

Y esa rutina nos lleva a dar la importancia justa a barbaridades de consecuencias estructurales: en España un niño de 12 años se podrá cambiar de sexo sobre el papel, y a los 16 sobre la mesa de operaciones, mutilando voluntariamente partes de su anatomía o suministrándose tratamientos químicos agresivos de efectos irreversibles.

Y nadie, o casi nadie, ha salido en defensa de esa especie, que no recibe ya la misma protección que un vulgar ratón de alcantarilla, a quien en adelante no se podrá tratar a escobazos bajo advertencia de consecuencias penales.

Nos está quedando una España que despacha con una inyección al anciano y con un bisturí al menor, mientras sangra a impuestos al segmento poblacional intermedio y le aconseja comer insectos; pero se sensibiliza frívolamente por el bienestar de un gato, un perro o una mula; tan dignos de cuidados como ajenos a las características humanas que el legislador les confiere mientras se las niega, en buena medida, al propio ser humano.

En Rebelión en la granja, una despiadada crítica contra el estalinismo y en general contra cualquier poder totalitario, los animales se levantan contra los propietarios y, a continuación, se despedazan entre ellos presa de la ambición, la estupidez y la envidia.

Todas las fábulas sintetizan una verdad masiva e intemporal. Y solo hay que ver a los burros que nos gobiernan, desmembrándose entre ellos a mordiscos y cornadas, para entender que el único antídoto eficaz ante tanto deterioro es no creernos el papel que nos han reservado. El de gallinas sumisas en un corral donde se echan en falta unos cuantos gallos.