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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Tamames: la buena vida

¿Vale la pena romper el sabio sosiego del silencio ante una sorda congregación de necios? Tengo algo más que dudas

La luz de febrero es un hielo astillado por la escarcha. Me complazco en la ceguera del cielo que ninguna nube acota. ¡Poder vivir sin más tarea que la de extraviar la vista en el infinito, vivirla como un nítido teorema de geometría proyectiva! Cada cual se hace viejo a su manera: la mía es un numérico sosiego de indiferencia hacia todo. Sé que nada hay más hermoso. Lo sé porque los griegos lo supieron. Todo cuanto al bien vivir concierne se cifra en la potestad de blindarse en el ocio. Los que de él salen –los que salimos, todos o casi–, porque la supervivencia apremia, sabemos que el «negocio» –el nec-otium, el no-ocio– es la cárcel de nuestras vidas. Los años reparan algo en eso. Y el retorno a la indiferencia ante la insobornable estupidez humana es nuestro último lujo. Lo hemos pagado: en tiempo. No hay perdón para quienes lo despilfarran.

De todas las inútiles ansiedades que tejieron la vida, ninguna me habrá sido más gravosa que la política. También es cierto que me liberé de ella pronto. Y que de ahí me vino un excedente de tiempo que invertí en cosas más gratas. O menos idiotas. Al principio, las rebatiñas electorales entre las idénticas partidas de los que apuestan por vivir sin trabajar me enojaban. Pero el enojo es también una pérdida de tiempo; y el tiempo de los hombres está tasado: cada minuto, cada segundo perdido en leer un programa electoral, en acercarse a una cabina de voto, en introducir una papeleta en la urna, es un minuto –o un segundo– único, un instante de ese solo patrimonio nuestro que es el tiempo. Nadie va a devolvérnoslo. Prescindí del enojoso pasatiempo. Perdí, supongo, unas cuantas ocasiones rentables. Y gané lo único de lo cual está tejido un hombre: horas. Y silencio: sin silencio, las horas son sólo máscara del ruido.

Por eso me es tan difícil entender que un hombre sabio, un anciano sabio, lo cual es lo mismo, apueste por salir de su grata lejanía y de su silencio para volver al barullo y la furia de los cuales la vida lo fue eximiendo. Y, de todas las noticias extrañas que me van llegando hasta el recinto de mi biblioteca, la de que el gran Ramón Tamames haya aceptado retornar a la triste arena de los juegos políticos se me hace la más triste. Cuando, con diecisiete años, llegué a la Complutense, allá por 1967, el nombre de Tamames era el de algunos libros que estaban entre los pocos que se salían de la mediocre grisura académica española. Lo leí entonces y lo he seguido leyendo luego. Con acuerdo o desacuerdo, eso no importa. Con el respeto hacia quien es capaz de deslizarse sobre bibliografías amplias y problemas distantes. Con rigor siempre. Sus casi noventa años dejan el testimonio de esa voracidad sapiencial en la que se cifra la buena vida.

Entiendo que a Tamames lo tiente esta ocasión de reírse ante el parlamento de la nulidad de quienes allí dormitan. Pero, ¿vale la pena romper el sabio sosiego del silencio ante una sorda congregación de necios? Tengo algo más que dudas. Echar perlas a los cerdos, llama la lengua popular a esa inútil benevolencia pedagógica. Y, en la helada mañana, milagro de resquebrajaduras entre azul y vermeil pálido, leo al más lúcido poeta de la vejez, W. B. Yeats:

«¡Tanta rabia sentí en mi juventud
​Frente a la opresión del mundo!
​Pero ahora el mundo, con lengua aduladora,
​mete prisa para que el huésped se marche».

Y sí, el huésped debe saber que ese circo es mejor abandonarlo en silencio.