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Palabra de honorCarmen Cordón

Me gustan los ricos

No sé qué tiene de malo que Juan Roig haya llenado de supermercados cada esquina de nuestras ciudades y haya triunfado. A mí me encantan los empresarios, me maravilla que les vaya bien con la que está cayendo, y cuanto más ricos se hagan, mejor

Me hallo en el sur, mi sur de adopción. Ha amanecido en Granada un día espléndido de frío serrano taladrado con las púas de sol que se cuelan entre las hojas que se resisten a caer. Al frente, en la quietud matutina, la torre de la Catedral de Granada corona la tumba de los Reyes Católicos. Inspiro profundamente. Mi marido Ignacio me ha inquietado. ¿Sabes que Ione Belarra llamó el otro día «usurero» al dueño de Mercadona? Estaba yo en pleno ejercicio de riego, limpieza y traslado de las inmensas macetas de ficus y kentias con las que hemos adornado el mirador de nuestro recién abierto hotel boutique en Granada, cuando la curiosidad me ha aumentado. Lo primero que le he preguntado a mi marido nada tiene de original. «¿Quién es Ione Belarra?» «A ver, articulista, deberías saberlo». Me mancho la cara de tierra al frotarme la frente. «La secretaria general de Podemos». Ni así, no me suena. Que quede claro como el cielo serrano de Granada que nunca había oído hablar de la tal Belarra. «La que salió en los memes sin sujetador», ni por esas. «Que sí, la que ha hecho una ley por la que si matas a una rata en casa te caen 18 meses de prisión». Que no caigo.

Puedo asegurar y aseguro que nunca jamás en la vida había oído hablar de la señora Belarra. De Irene Montero y su bovina tozudez ideológica que ha beneficiado a unos 500 depredadores sexuales a salir a la calle sí, como para no acordarse de ella, llorando en el Congreso a moco tendido porque le dijeron que su marido le había enchufado; de Rita Maestre, enseñando sus femeninos atributos en un asalto a una iglesia gritando «arderéis como en el 36», también, pero de esta Irene, Ione, o como se llame, no. En fin, me he metido en internet, abandonadas provisionalmente las macetas y el riego matutino. Pilar corre por el patio con una escoba dejando impecable el suelo donde he trabajado, se lo agradezco y ella me responde con una sonrisa. Cuánto esfuerzo de todos para lograr la excelencia en un hotel. El cliente sólo percibe la punta del iceberg, pero detrás hay mucha profesión, muchas ganas. Qué bonito es servir. Ha cargado mi teléfono y allí me sale, lo primero de todo, un video de la tal Irene, perdón, Ione, en cuestión. Efectivamente, sin sujetador y con el jersey lila de los memes resentida perdida llamando «capitalista, despiadado» y «usurero» a don Juan Roig (de este sí que sé el nombre).

Quizás sea una cuestión de perspectiva, pero no sé qué tiene de malo que Juan Roig haya llenado de supermercados cada esquina de nuestras ciudades (con buenos precios y buena calidad) y haya triunfado. A mí me encantan los empresarios, me maravilla que les vaya bien con la que está cayendo, y cuanto más ricos se hagan, mejor. Que salgan a los restaurantes, que vengan a los hoteles, que compren en nuestras tiendas, que suban a esquiar. Cualquier cosa que se pueda hacer para que se sientan felices y tengan ganas de venir a donde yo lucho para arrancarle un euro a la tierra, mejor.

Recuerdo que una vez conocí a un rico, o eso era lo que él quería que creyéramos todos los que acudimos a su casa a cenar; nos mostró su mansión en lo alto de una colina, sus salones de techos altos, la casa apartada para los invitados y la sala de juegos para recibir amigos con piano, bar, billar y chimenea. Resultó que, para la opulencia que rezumaba el casoplón, la cena fue más bien rancia: ensalada y filete de cerdo, y lo mismo pasó con el vino que sacó y la escasez con la que se administró. Empecé a fijarme escamada en los detalles y caí en que la señora que servía era la abuela y los coches corrientes. Después de cenar, el rico se puso a mi lado y me contó cuánto éxito tenía, que viajaba a Londres y que volando en horarios infernales y reservando con medio año de antelación, conseguía viajes tirados en compañías low-cost. Y añadió: «¿Qué imbécil paga 8 euros más de speedy-boarding para entrar cuatro minutos antes al mismo avión?» Ojiplática me quedé, era un tacaño recalcitrante. Seguramente tanta roñosería era lo que le había hecho rico.

Hay una tendencia natural a odiar a los ricos, pero yo al único rico que no soporto es al tacaño. Ese tío Gilito que esconde sus millones y por las noches les saca brillo, el que no reinvierte creando empresas, el que evade impuestos; pero el que riega la economía con su pasta, bienvenido sea.

Me encanta aquel encuentro televisivo entre Olof Palme, primer ministro sueco, y Otelo Saraiva de Carvalho, coronel de la Revolución de los Claveles de Portugal, quien le dijo al sueco: «Nuestra revolución socialista va a acabar con todos los ricos en Portugal», a lo que Palme contestó: «Vaya, precisamente lo contrario de lo que queremos nosotros, que es acabar con los pobres» ( y los ricos que abunden, añado yo). Pues eso, Idoia, Irene, Ione, o como se llame, aplíquese el cuento, a los españoles los ricos generosos nos gustan.