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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

Johnny y la última prueba

Mientras aquí nos arrojamos por el tobogán de las subcultura del descarte, un viejo punk nos da lecciones de humanidad

Hubo un momento, a finales de los 80 y en parte de los 90, en que Bruce Willis fue tal vez el actor de Hollywood que mejor llenaba una pantalla. Héroe de acción, representaba el penúltimo espécimen de una masculinidad que pronto estará prohibida, a la que él añadía unas gotas de ironía y un barniz de romanticismo desencantado. Aún conociendo su extraordinaria sorpresa final, he revisitado algunas veces El sexto sentido (donde Bruce por una vez no reparte mamporros) solo por el placer de verlo transitar por la película. Ahora su familia anuncia que el viejo héroe sufre a sus 67 años una demencia irreversible, que lo ha llevado ya a las orillas del olvido. No es algo infrecuente. Todos estamos expuestos a esa lotería cruel y todos hemos conocido ejemplos cercanos.

Probablemente nadie ha escrito sobre la demencia con el soplo de poesía, realismo y esperanza de Christian Bobin, el escritor católico francés fallecido el pasado noviembre. Dedicó un libro entero al alzhéimer de su padre, La presencia pura, y allí anota: «La vida flota entorno a ellos como un pájaro encima de un árbol caído, buscando lo que formaba su nido sin encontrarlo». Bobin no rehúye la enorme crueldad del mal, pero también concluye que «la enfermedad de Alzheimer quita lo que la educación ha puesto en las personas y hace que el corazón asome a la superficie».

Mientras la España oficial se tira por el tobogán de la subcultura del descarte, declarando eliminables a los que están por nacer y a los que vislumbran el final, va y resulta que un viejo punk, John Lydon, de 67 años, nos da lecciones de humanidad. El artista es más conocido por su nombre de guerra de antaño: Johnny Rotten, el seudónimo con el que se puso al micrófono de los corrosivos Sex Pistols en 1977, descargando bilis sobre el «establishment» británico. John nació en Londres, hijo de una familia católica irlandesa de seis miembros, que se agolpaban en dos habitaciones de un piso social. Niño enfermizo y joven ingobernable, comenzó a frecuentar la boutique Sex de Chelsea, que dirigían la diseñadora recientemente fallecida Vivienne Westwood y su marido, el maquiavélico e inteligente Malcolm McLaren, inventor real de los Sex Pistols. En aquella bohemia creativa, Johnny se hizo novio de Nora Foster, heredera de una buena familia de editores de alemanes. Se casaron enseguida y llevan 44 años de matrimonio.

Escapando del clima inglés, la pareja se mudó en los años ochenta a California, donde viven en una mansión playera que en su día perteneció a la diva del cine Mae West. El plan era disfrutar allí plácidamente del tramo final de sus vidas. Pero hace cinco años, a Nora le diagnosticaron una demencia. John se centró en ella y se convirtió en su único cuidador. En días pasados, se presentó al certamen irlandés para elegir al representante en Eurovisión. Compitió con una balada dedicada a ella, titulada Hawaii. Su canto emotivo a su esposa enferma, de 80 años, no convenció a una audiencia de mentalidad tik-tok, que no está para honduras ni penas. Quedó de cuarto y algunos hasta se chotearon de él. Yo no lo haría.

Al hilo de su participación en el concurso, John, de fe católica, habló de su vida con Nora. Reconoció que según se agrava la enfermedad la prueba se está tornando durísima: «Es tan vil, es tan pernicioso ver desaparecer a la persona que quieres…». También se aventuró a dar un consejo a quienes están en su situación, cuidando a familiares con Alzheimer: «No les preguntes cosas y no te desenganches de ellos. La persona está todavía ahí. El peligro radica en negarlos, en abandonarlos como si fuesen robots que se han vuelto tontos. Sentirás que no puedes soportar esto. Pero cuando les miras a los ojos ves que necesitan ayuda. No puedes darles la espalda, incluso aunque esta enfermedad te esté matando también a ti».

De chaval me divertí con los exabruptos de tres acordes de los Pistols, pero nunca sentí una admiración especial por Johnny Rotten. Ahora el viejo punk me ha rendido con su respuesta cuando le dicen que está haciendo «un buen trabajo» con su mujer, una expresión que lo ofende: «Esto no es 'un trabajo'. Tú tienes un compromiso con una persona y nada ha cambiado en eso. Son las cartas que te tocan en la vida. Mis padres tenían razón cuando me decían: 'Nunca muestres lástima de ti mismo, nunca'».

John jamás dejará a Nora. El muro del olvido que los separa es cada vez más alto, pero hay cosas que nadie les puede quitar. «Nos sentamos juntos y nos cogemos las manos». A veces eso es todo. En algunos instantes puede que incluso lleguen a presentir eso que Bobin llamaba «la presencia pura».

De joven lo apodaron Rotten (podrido). Pero la carcasa de provocación escondía un alma limpia. Vaya lección de amor y humanidad en estos tiempos de cosificación de las personas. Dios bendiga al viejo punki.