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Desde la almenaAna Samboal

Síndrome de Galapagar

Haciendo oídos sordos a todos los informes profesionales, cocinó la ley con sus amigas, que son sus únicas consejeras, encerrada en su ministerio o en el salón de su casa

Las europarlamentarias se han ido de Madrid «perplejas» ante la actitud de Irene Montero, contaba ayer María Jamardo en este periódico. Tras comprobar con los representantes del Poder Judicial que la inmensa mayoría de los agresores sexuales con condena firme se están viendo beneficiados por su chapuza legal, no entienden su empecinamiento en mantener una norma que, en el mejor de los casos, rebajará las penas de casi medio millar de delincuentes de la peor condición y agravará la salud mental de sus conmocionadas víctimas. Eso por no hablar de una sociedad alarmada que teme que se produzca cualquier día una nueva desgracia.

Su reacción, ante las primeras decisiones judiciales, fue airada e insultante. Después, se acomodó a la falsa versión monclovita, que fiaba a la resolución del Tribunal Supremo la enmienda de la ley. Algo que –como bien sabían los socialistas– no cabe en sus funciones. Y, ahora, cuando sus compañeros de Gobierno se han rendido ante la evidencia, anda diciendo por los pasillos del Congreso, a todo el que le pone delante una cámara, sin ponerse siquiera colorada, que las rebajas son realmente un pequeño porcentaje de los casos. Lo suelta a bocajarro, una y otra vez, todas las que le pregunten y sigue ufana su camino.

Escuchando con atención sus declaraciones, cabría pensar que la ministra de Igualdad ha perdido el juicio. Sin embargo, su trayectoria ha demostrado que no tiene un pelo de tonta. Descartada la hipótesis de la demencia, podría argüirse que estamos ante una estrategia de comunicación política, la vieja receta comunista de repetir la mentira hasta la extenuación, hasta que se convierta en verdad. Es posible, aunque es tanta la información que ha destilado el fiasco cocinado en el Consejo de Ministros que difícilmente resultará eficaz en esta ocasión. Sólo me queda pensar que Irene Montero está gravemente aquejada del «Síndrome de Galapagar», un síndrome de la Moncloa agravado.

Han sido los hombres más cercanos al poder los que lo han definido como esa dolencia que acaba por endiosar a los presidentes, haciéndoles perder la noción de la realidad y la empatía con los gobernados. Rodeados de aduladores que asienten ante cada una de sus afirmaciones, que desprecian el consejo o la crítica calificándola de ataque partidista y se carcajean ante sus comentarios, aunque sean de dudosa gracia, acaban por tomar decisiones que los ciudadanos no comprenden, cuando no contrarias abiertamente a lo que el país necesita.

Irene Montero venía predispuesta a padecerlo. Lo demostró cuando, en 2020, nos dijo aquello de que los policías preguntaban a una víctima, a la hora de denunciar, por su indumentaria. Después, haciendo oídos sordos a todos los informes profesionales, cocinó la ley con sus amigas, que son sus únicas consejeras, encerrada en su ministerio o en el salón de su casa. La burbuja en la que vive no la hará padecer las consecuencias de su despropósito. Nadie permitirá que se entere de que la cruda realidad amenaza con truncar su fulgurante carrera política. Hasta que se dé de bruces con ella.