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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

«Mediadores», partidos, mafias

Ese blindaje ha trocado a los partidos en monstruos herméticos, endógamos, impermeables a las tormentas exteriores: sempiternos parásitos impunes, que rinden sólo cuentas a sí mismos

El caso «Mediador» nos devuelve, en estos días, al pecado original de los partidos políticos españoles. Y al destrozo sin arreglo con que su venalidad selló las cuatro décadas ya de democracia, infectando de roña sus intersticios.

En el esquema de los que han jugado esta partida canaria entre empresarios, políticos y pícaros de diversa envergadura, no ha habido grandes innovaciones. El procedimiento es tan viejo como el PSOE de Felipe González. Un diputado socialista, Juan Bernardo Fuentes –Tito Berni, para la familia– operaba como recaudador de impuestos. La banda, que de esas gabelas se beneficiaba, incluía en su vértice a familiares y camaradas. También –y no es la menor vergüenza– a un general de la guardia civil. Los empresarios pagaban por obtener trato privilegiado de las autoridades políticas, que reparten a su arbitrio contratos y subvenciones. De juerga en juerga, los acuerdos iban cayendo y las cuentas corrientes engrosándose. ¿Sólo las cuentas personales o también las cuentas del partido, en cuyo nombre el Tito Berni, su sobrino y sus capataces operaban, al abrigo de una impunidad que esta vez falló?

No, no es nuevo. En los inicios de la democracia, allá por la segunda mitad de los años setenta, la financiación partidista venía de más allá de las fronteras: a cargo de partidos, o incluso de Estados, amigos o fraternos. Enseguida, se fue asentando la rutina de autofinanciarse recalificando terrenos a cambio de un porcentaje en los multimillonarios beneficios que la recalificación aportaba a los constructores. El procedimiento acabó por extenderse a todas las actividades económicas en las cuales la administración –la central como la local– jugaba un papel protagonista. Hasta llegar a esto en lo cual nos hemos habituado a vivir: la inercia de una corrupción política que todos juzgamos tan natural como las lluvias de abril. Y que ha ido envolviendo a este país en una peste incurable.

La corrupción política es, en España, una corrupción constituyente: esto es, una corrupción sin la cual ningún partido –ninguno– lograría eludir la bancarrota. Eso la diferencia de ser un simple cúmulo de delitos. No, no es delictiva, en sí misma, la política. Aun cuando tantas veces llegue a serlo. El delito puede perseguirse. Castigarse, incluso. A veces. Puede que lo sea ésta, particularmente torpe, de los canarios «mediadores» socialistas. Pero la corrupción constituyente crea la norma. Y prolifera en ella. No existe modo legal de perseguirla, salvo en sus excesos; porque ella es ley. Más aún, ahora, tras la benévola reforma del delito de malversación por Sánchez. Y ese blindaje ha trocado a los partidos en monstruos herméticos, endógamos, impermeables a las tormentas exteriores: sempiternos parásitos impunes, que rinden sólo cuentas a sí mismos. Frente a sus arrogantes privilegios, nada puede el ciudadano. Decir que eso pudre la democracia, es decir poco. Nos pudre a todos.

La política vive envuelta en sombras. Saber cómo se financia un partido, es abordar misterios más ominosos que los del atanor del alquimista. Entender la súbita opulencia de tantísimo alto cargo, es asomarse a una alcantarilla. Lo mejor del tiempo de los representantes transcurre en blindar sus vidas y fortunas al ojo del despreciable representado. Del supremo mandatario al cacique local más ridículo. Y nos saben tan imbéciles que ni siquiera temen que un día vayamos a cabrearnos.