Aquel 8-M la pandemia fue Sánchez
Tres años después sigue siendo incompresible que Sánchez no siga los pasos de su homólogo italiano y no esté sentado en el banquillo
Desde al menos enero de 2020 todos los responsables sanitarios europeos, y desde luego españoles, tenían constancia del potencial devastador de un virus de origen chino capaz de desatar una especie de peste negra moderna. Lo sabía Fernando Simón y, con él, el ministro de Sanidad, Salvador Illa, y el jefe de ambos, Pedro Sánchez.
La gravedad de la alerta sanitaria está recogida en una veintena de avisos formales de la Organización Mundial de la Salud y de la Unión Europea entre otros organismos que, de una manera inequívoca, invitaron a tomar medidas preventivas que el Gobierno de España desoyó y silenció sistemáticamente hasta que ya era tarde.
No solo es que no atendieran las contundentes señales de peligro: además sostuvieron públicamente lo contrario, hasta el punto de que muchos consideramos un deber, en aquellas fechas, lanzar mensajes de tranquilidad, confiados en el criterio y la decencia de las autoridades sanitarias, con ese portavoz siniestro que debería estar sentado en un banquillo, con su almendra y su pelo blanco, pero inspiró camisetas con su rostro.
Es difícil encontrar otra razón distinta al 8-M para explicar esa temeridad, objeto entonces de una batalla política entre el PSOE y Podemos por arrogarse una bandera feminista que hoy sigue vigente: en 2020 Irene Montero quiso presentar la ley del 'solo sí es sí' a toda costa, aunque fuera apenas un borrador como ha demostrado El Debate; y hoy se mantiene la pelea por su derogación tras el espectáculo resumido en los beneficios regalados a 800 delincuentes sexuales.
Como Podemos no quería aplazar el evento donde más podía presumir de su vanguardista ley, el mismo PSOE que luego terminó por aprobársela y ahora se la ha enmendado por miedo al elector, no se atrevió a anteponer las insoslayables razones sanitarias a los espurios intereses políticos de su socio y de él mismo: Calvo contra Montero, porque el «machismo mata más que el virus» y había que poder llegar a casa «sola y borracha», aunque al final lo hicieran «enfermas e intubadas».
No hay otra razón y, si la hay, nadie ha sabido encontrarla, para que el Gobierno forzara la máquina hasta pasado el 8-M y, con ello, aumentara la letal transmisión comunitaria de un virus que, en la primera oleada, arrasó España, la confinó ilegalmente, hundió su actividad económica y, pese a ello, dejó el mayor reguero de cadáveres de Europa, maquillado de nuevo por un despreciable Simón a las órdenes de sus siniestros señoritos.
Porque el estado de alarma no fue una respuesta preventiva ante la pandemia, sino la maniobra de distracción inevitable para tapar la huella del crimen cometido por apurar los plazos y priorizar una causa hoy envenenada, la feminista, a una superior: la vida.
España ha acumulado una de las peores cinco mortandades del mundo en proporción a su población; vio desplomarse su PIB como nadie en todo el planeta salvo Argentina; destrozó las libertades constitucionales con un encierro ilegal y dedicó toda la artillería sanchista a tapar una mayúscula negligencia, de consecuencias mortales, que en Italia ha llevado ante el juzgado a su primer ministro y a su responsable sanitario.
Aquí, tras demorar las restricciones de manera suicida, mentir con la supuesta tutela de un inexistente Comité de Expertos, retrasar hasta límites letales la adquisición de material de protección, permitir vuelos desde zonas catastróficas hasta el 10 de marzo y ocultar el recuento real de cadáveres; los responsables de todo eso dan lecciones sobre la sanidad madrileña o andaluza y se presentan como adalides de las mismas mujeres a las que convocaron a una encerrona vírica.
De todas las tropelías que ha hecho Sánchez, su gestión de la pandemia es la peor de todas y la que resume al resto. Y si queda algo de decencia en España, en el Parlamento, los juzgados, la calle y los medios de comunicación, algún día le harán pagar la factura en el lugar oportuno: como imputado formal de una escandalosa temeridad que, como todas las que perpetra el sujeto, nunca paga en persona. En marzo de 2020 nos cayó una bomba vírica, sin duda, pero quien la detonó con todos mirando fue el encargado de hacer de artificiero.