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Aire libreIgnacio Sánchez Cámara

Presunción de inocencia

La política es necesaria y puede ser incluso virtuosa, pero la delincuencia penetra obstinadamente en ella

El profesor de Derecho penal José María Rodríguez Devesa nos dijo un día en clase que los españoles creemos erróneamente que sabemos dos cosas: italiano y derecho penal. Cada día es más necesario el conocimiento de este último para adentrarnos en el ámbito del análisis político en España. Poco puede hacer en este sentido quien no conozca el contenido de los delitos, especialmente los vinculados con la corrupción, la malversación, la falsedad en documento público, la prevaricación y tantos otros, así como las circunstancias atenuantes, agravantes y eximentes de la responsabilidad criminal o los vericuetos del régimen penitenciario. La política es necesaria y puede ser incluso virtuosa, pero la delincuencia penetra obstinadamente en ella. A esto le llaman algunos «judicialización» de la política, cuando en realidad lo que proponen es la impunidad de los políticos y la defunción del control judicial del Ejecutivo y de las Administraciones públicas y, con ello, de la división de poderes.

Pero muchos analistas políticos ignoran, en buena medida, el contenido del Derecho penal. Un caso, por lo demás poco grave, puede ser el de la presunción de inocencia. Este derecho está reconocido en el artículo 24.2 de la Constitución entre los relativos a la relación de los ciudadanos con la Administración de justicia. Se encuentra, pues, vinculado al ámbito de los tribunales. Se trata de una institución procesal que determina a quién corresponde la carga de la prueba en los procedimientos criminales. Según ella, incumbe a la acusación, pública o privada, la prueba de la autoría de la comisión del delito o falta, y no al acusado. Se presume que toda persona es inocente mientras no se demuestre que es culpable. Naturalmente, si una ley estableciera, por ejemplo, que, en los delitos sexuales cometidos contra las mujeres, la palabra de la presunta víctima constituye una prueba por sí sola para establecer la culpabilidad del presunto culpable, nos encontraríamos ante una clara vulneración del derecho a la presunción de inocencia, y la ley sería por ello inconstitucional.

Pero esto afecta de un modo remoto o inexistente al conjunto de los ciudadanos. En este caso, el límite a la falsa imputación de crímenes se encuentra en los delitos de calumnias e injurias, según que la atribución sea de una acción tipificada o no en el Código penal. Pero si existe la evidencia (imágenes, testigos) de que alguien entró armado en una sucursal bancaria y salió con un maletín lleno de dinero, tal vez sea prudente que el periodista no se pronuncie sobre la tipificación penal de los hechos, pero resulta algo ridículo decir que el asaltante entró presuntamente en el banco. Por este camino, toda nuestra vida dejaría de ser real para ser presunta. Rusia ha invadido presuntamente Ucrania, la militante de Podemos entró presuntamente semidesnuda en la iglesia, el presidente del Gobierno mintió presuntamente. Un testigo interrogado por el juez no dirá que vio al acusado presuntamente cometer los hechos, sino que lo vio sin más. La vida no es presunta. La muerte, tampoco. Lo que es presunto es la culpabilidad criminal.

Por analogía, cabría hablar de una presunción de buen sentido y prudencia. Según ella, nadie podría ser reputado como necio mientras no se demuestre que lo es. Al necio no le incumbe la prueba de que no lo es, si bien suele esforzarse denodadamente en confirmarlo con sus acciones y sentencias. Conviene recordar que, muchas veces, el epíteto de «necio» no constituye un insulto ni un juicio de valor, sino la pura constatación de un padecimiento del alma, la descripción objetiva de un estado mental.

Fuera del ámbito procesal, los excesos de la «presunción» no revelan tanto prudencia y respeto al Derecho como más bien una leve e inocua forma de la necedad. Por mi parte, acabo de concluir presuntamente este artículo.