Abuelos con futuro
Sólo se entiende el pasado cuando el presente se abre al futuro. Y viceversa: sólo se abre al futuro quien arranca del pasado
El vídeo que ha lanzado la ACdP para reivindicar la familia es, además de una gran iniciativa social, una pequeña obra de arte. (Nota: una pequeña obra de arte es aún más que una grandísima iniciativa.) Me pide el cuerpo glosar su inteligente defensa de lo valioso valiéndose del valor, de la libertad y de la inteligencia. Se le dice al espectador: «Puedes quedarte solo y tu egoísmo te lo agradecerá… o ni siquiera eso. O puedes lanzarte a otro proyecto de vida mucho más duro, pero más gratificante. De ti depende». Las imágenes acompañan y el tono no es melifluo, sino amable. No es moralista, pero es moral. No lo glosaré, sin embargo, porque el arte es ya la mejor expresión posible de su mensaje. Todo lo que se añada sobra. Véanlo. Y, mejor aún, véanlo de nuevo. Cada vez, gana.
Y ahí quería ir yo a parar: a uno de esos detalles que se ven a la segunda o al tercera. La aparición casi al sesgo de los abuelos en una comida junto a los ya jóvenes esposos y sus preciosos niños. Es curioso que los padres no tengan su sitio en el vídeo –como apenas lo tienen en la vida– cuando los jóvenes renuncian a formar una familia. El vídeo sabe subrayar sutilmente que, cuando llegan los niños, vuelven los abuelos. Y este artículo quiere encararse con esta paradoja; más para celebrarla que para explicarla.
La lógica nos podría empujar a pensar lo contrario. Si solos, los solteros podrían recurrir más a sus padres que son, a fin de cuentas, el refugio de amor incondicional al que no han renunciado (porque es irrenunciable). Pero no. Nuestros hijos nos acercan a nuestros padres.
La primera explicación es material. De ordinaria administración: los nuevos padres requieren el consejo, la ayuda, la asistencia de sus padres, que echarán mano de la experiencia para echar una mano con los nietos. Si se les da su sitio, lo harán felices. Es ley de vida.
En segundo lugar, sobreviene un fenómeno más profundo. Cuando somos padres, gracias a nuestros hijos, entendemos mucho mejor a nuestros padres. Mi madre decía, cuando nos castigaba e incluso cuando nos daba un merecido sopapo: «Más me duele a mí». A nosotros nos hacía mucha gracia, pensando que era un golpe de cinismo, encima. Cuarenta años después hemos descubierto que era una verdad como un templo. Y así con todo. Cuando tuvo su hijo, Javier Salvago escribió a su padre el poema «Padres e hijos» que arranca desde este exacto punto: «Ahora sí te comprendo./ Ahora ya estoy jugando/ en tu terreno».
La razón última roza el misterio y es la más importante. Sólo se entiende el pasado cuando el presente se abre al futuro. Y viceversa: sólo se abre al futuro quien arranca del pasado. Una frase de T. S. Eliot lo clava: «Tenemos que ser modernos para defender el pasado y creativos para defender la tradición».
Pasa en todo: cuando contemplamos el arte, descubrimos la belleza de la vida cotidiana. Cuando uno escribe, es cuando mejor lee. Lo tengo comprobado. Cuando uno piensa, está mucho más activamente interesado en lo que otros pensaron, en lo que piensan los coetáneos y en lo que pensarán los que vengan.
Cuando uno ama, el amor se expande. Uno se entrega y, misteriosamente, se posee como nunca había imaginado su egoísmo. El desamor estanca. La vida es un río y las aguas muertas están ídem. Traemos hijos al mundo y ellos nos traen el mundo de vuelta a casa. Nos volvemos entonces a nuestros padres y los vemos, como nuevos en el recuerdo, ahora y en el futuro, mejor que nunca.