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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

JJL: aniversario

Nada consuela la pérdida de un sabio que, además y sobre todo, fue un amigo

«A veces te preguntas / cómo se sostiene la belleza del mundo…» Hace ahora tres años, el poeta que interrogaba los misterios de un mundo donde rastrear, pese a todo, el esplendor de la belleza fue absorto en ese silencio sagrado que invocaba Blaise Pascal: a su ascética acababa por retornar siempre José Jiménez Lozano. En el mismo día de ese aniversario, me llegó noticia de que los dos primeros volúmenes de la edición de sus Obras Completas por la Fundación Jorge Guillén han salido de la imprenta. Nada consuela la pérdida de un sabio que, además y sobre todo, fue un amigo. Pero es lo que nos queda de una vida consagrada a esa «especie de santidad», decía él, que es la escritura: ese arte de nunca alzar la voz, de no emborronar la sintaxis con adjetivos.

Es lo más íntimo de su obra lo que –pienso que con criterio justo– han elegido los editores como arranque de su edición: las más de quinientas páginas de los Diarios que Jiménez Lozano fue acotando en sus libretas; desde 1973 hasta 2020, tres meses antes de morir. En esos cuarenta y siete años de contemplación, todos los matices de la luz sobre la tierra castellana comparecen, con la precisión con que se da constancia de la visita del ángel, de la irrupción del milagro. Porque el milagro es eso: que, en un universo tan acosado por las sombras como lo es el humano, la luz dorada del verano, o la que ciega, turbia, en el destello filoso de la nieve, pueda aún maravillarnos, guiarnos a un naufragio perfecto de conmoción y renuncia. Todo lo que importa está en esas cotidianas glosas de un hombre que se asoma a la soledad del campo de Castilla.

Lo que importa, lo que no es devorado por la fugacidad del tiempo: claridad de la luz, infinitud de cielo y tierra, iglesitas de intemporal belleza desmoronada; y bandadas de pájaros que, por ser distintos siempre, son siempre los mismos. Y el ojo compasivo del hombre que los mira. Y que, a la eternidad que ellos hacen presente, suma la eternidad de las palabras en las que esa eternidad halla su lengua. E incluso en las especies más sombrías de la muerte, lo sagrado traza un relámpago inesperado. Así, en el mínimo réquiem que salva del olvido a ese anónimo muerto en la soledad nocturna del invierno: «En la gélida noche, / a la cabecera del cadáver del mendigo, / reluce una maravillosa puntilla o filigrana, / tejida sobre la nieve por las patitas de los pájaros. / Ni los Faraones, ni los Césares, / tuvieron tal armiño en sus días de gloria, / ni en sus tumbas».

Releer el medio siglo de anotaciones mínimas de Jiménez Lozano es sospechar que, pese a todo, pese a la gravedad de esta condición efímera y sabedora de su fugacidad que es la humana, que a pesar de soledades y desesperanzas, que a pesar de un mundo al que el dolor y el mal apesadumbran mucho más de lo que nos parece soportable, hay un extraña belleza. Que no sé yo si nos salva. Pero merced a la cual aceptamos sobrevivirnos. Sí, «a veces te preguntas / cómo se sostiene la belleza del mundo; / te fijas en las patas de las garzas blancas / bajando regiamente a la laguna, / y comprendes».

Yo no he visto a las garzas blancas. Pero tuve la inmerecida fortuna de leerlas en Jiménez Lozano. Comprendí, tal vez, algo. Sueño.