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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Un mundo horrible

En la bandera morada, que Iglesias y Díaz llevarán hasta donde les dejen, hay una pizca sólo de nuestros impuestos. La sangre, escribía Maquiavelo, se olvida; el dinero es mucho más perseverante

Actualizada 01:30

Hubo un tiempo, yo era joven, en el que «izquierda» era sinónimo de sacrificio. Ninguna ventaja podía ganar quien apostaba a aquello. Era un envite en el que algunos –muy pocos durante la dictadura– no atisbaban más beneficio que el de unos cuantos años de cárcel; en el menos malo de los casos. Y en mi memoria quedan –con veneración– imágenes de aquellos de mis amigos que, en el final de los años sesenta, entraron en Carabanchel con menos de veinte. A alguno no volví a verlo hasta que, en la prensa de después del 75, reconocí su rostro entre los que de allí salían. Ni tuvieron homenajes ni los esperaban. Aquella joven izquierda, que combatió a la dictadura, fue una excepción de generosidad poco común en nuestra tierra.

Y claro que no estaban allí las gentes del PSOE: ésas vinieron después para capitalizar, en beneficio propio, el dolor que pagaron los otros, los silenciosos que volvieron a casa con los años mejores de sus vidas perdidos. Y nadie, y nada, me moverá a olvidarlos. Aunque tan poco sepa de qué fue de ellos.

El contraste es brutal con la banda de niñatos, tan ignorantes cuanto presuntuosos, que se apropian ahora de aquellos dramas. No, Podemos nada hereda de esa generosidad, asentada sobre el rigor de un deber cumplido sin contrapartida: el de resistir. Exactamente lo contrario de lo que ejerce una fratría –llámenlo, si prefieren, sororía, no estoy yo para chorradas semánticas– que se creó con la detección de un territorio salarial claro: los escaños que la burda obscenidad del bipartidismo español habían dejado disponibles para el primero que supiera engañar de un modo diferente a los electores.

Basta tomar el plantel de sujetos con sueldo oficial, en las bandas respectivas de Iglesias, Errejón y Díaz, e ir anotando cuántos de ellos habían cotizado alguna vez a la seguridad social por una actividad laboral cualquiera. Se le cae a uno el alma a los pies. Y entiende bien esta pugna de ahora entre UP y lo que quiere llamarse Sumar. Cuando empezó esta sórdida exhibición de ambiciones, hace un decenio, escribí que sólo sus componentes podrían acabar con sus componentes. No hacía falta ser profeta: mientras cargos y sueldos abundasen, todo iría aceptablemente: con desacuerdos, claro está, como sucede siempre que está en juego el reparto de un patrimonio; pero sin fratricidios. Cuando cargos y sueldos amenazasen con recortarse, el siguiente recorte sería el de las cabezas de los sobreabundantes comensales: esto de ahora.

En 1938, en el testamento del Nicolai Bujarin que va a ser ejecutado por su viejo amigo Stalin, conmueve un loco perseverar en la epopeya: «No olvidéis, camaradas, que en la bandera roja que llevaréis hasta la victoria final, hay una gota de mi sangre». En la bandera morada, que Iglesias y Díaz llevarán hasta donde les dejen, hay una pizca sólo de nuestros impuestos. La sangre, escribía Maquiavelo, se olvida; el dinero es mucho más perseverante. Eso importa.

Y mis amigos de entonces, los silenciosos que pagaron tan cara su decencia, puede que ni siquiera se tomasen el esfuerzo de escupirles a la cara. Ni eso merecen.

No, no es política. Es la factura al contado de un mundo horrible.

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