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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

El problema moral de la élite catalana

Al final, aquel presunto «seny» que nos restregaban por la cara se ha quedado en una clase dirigente bastante averiada en todos los ámbitos

A comienzos de los setenta, los dos jóvenes fenómenos del llamado «boom» de la literatura hispanoamericana, García Márquez y Vargas Llosa, compartían una buena amistad (que terminaría con un rapto de celos en forma de puñetazo del peruano y un ojo a la virulé en la bigotuda faz de Gabo). Los dos futuros premios Nobel deciden probar fortuna en Europa. Eligen como destino España, y en concreto, Barcelona. ¿Por qué? Pues porque Cataluña les parece una pica plantada en la modernidad. Allá viven un tiempo, escriben novelas, visten camisas estampadas y comparten tertulia con los divos de la piji-cultura local, como Carlos Barral y la súper agente literaria Carmen Bacells. Hoy en día resulta bastante raro que un creador que viene a España para intentar comerse el mundo elija Barcelona. El tren de Cataluña parece haber pasado y Madrid se ha convertido en el nuevo imán atrapatalentos, el lugar donde suceden las cosas.

En mi niñez coruñesa de los años setenta, mi padre compraba cinco periódicos en cuanto bajaba del barco: La Voz de Galicia, dos de Madrid, uno deportivo y La Vanguardia de Barcelona. Él también creía atisbar en Cataluña un ejemplo valioso hacia el aperturismo, la modernidad y el europeísmo. Eso era lo que nos vendían. Y el resto de España lo compró durante muchísimo tiempo. Hasta llegamos a venerar al truhan Jordi Pujol como un sabio y honorable «hombre de Estado» (cuando en realidad estaba fomentando el extrañamiento hacia España, haciendo caja con el 3 % y montando el tinglado de la futura Republiqueta).

También nos endilgaron lo del «seny», un supuesto sentido común distintivo y propio del pueblo catalán, que según su versión contrastaba con la efervescencia un tanto descontrolada de los otros pueblos de España. En la caricatura que vendían las élites catalanas, Madrid era tosco y franquistoide; Castilla, un páramo carente de interés; los gallegos, unos paletos que servían de mano de obra; los andaluces, por supuesto unos vagos incorregibles, que vivían a costa de los industriosos catalanes… En su relato, el faro Catalán era el punto de luz de una España atrasada, casi siniestra.

Este jueves se ha muerto Felix Millet, a los 87 años, vástago de la gran burguesía textil catalana e ilustre melómano. Pero si aparece en las noticias no es por su amor a Beethoven y Bach, sino por su sonado saqueo del Palau de la Música, a veces en operaciones al servicio de las mordidas de Convergencia, el partido del «seny». Es la única formación política española que acabó desapareciendo por sus excesos corruptos, con aquella máquina del 3 % que destapó Maragall (quedándose corto en el porcentaje del atraco, que era bastante mayor).

También derrochaba «seny» Jordi Pujol. Hasta que descubrimos que se pasó treinta años estafando a Hacienda y llevándose la pasta familiar a Andorra. Tanto «seny» había en esta casa que todos los vástagos y la matriarca se han visto salpicados (y resulta exasperante e incomprensible la lentitud de la justicia española en resolver sus causas y hospedarlos en la trena si así lo merecen).

Junqueras, aplomado y serio, también gastaba mucho «seny». Con aire santurrón les explicaba a sus compatriotas catalanes las ventajas inmediatas de la República; como que la UE acogería al nuevo país con los brazos abiertos y que la economía florecería como nunca antes. Estaba mintiendo a sabiendas y ocurrió exactamente lo contrario: portazo de la UE y fuga masiva de empresas.

Aunque de un modo un tanto nervioso y atrabiliario, también hacía gala del inefable «seny» el políglota Puigdemont, que en cuanto vio que la cosa se ponía chunga se dio el piro de la manera más cobarde rumbo a Waterloo, dejando a los suyos tirados como colillas. «Seny» a espuertas exhibía Laura Borrás, ¡menudas lecciones nos daba a los «españoles» cuando era diputada en Madrid! Ahora a la expresidenta del Parlament le van a caer varios años de cárcel por regalar dinero público a un amiguete desde una institución cultural.

Tenemos también, por supuesto, a la prensa clásica del «seny», con una familia editora de gran solera y toneladas de súper-seny. Eso sí: en cuanto el poder local lanzó el procés, la ilustre familia se cuadró, se puso firme, viró su nave y pasó a adoptar una lamentable línea editorial palmera del separatismo. Ya se sabe: tira más la golosa subvención con que te compra el poder autonómico que los aburridos principios constitucionales de «Madrit».

Por supuesto no podemos concluir sin mencionar al paradigma absoluto del «seny»: el Barça, el «más que un club» que miraba al resto por encima del hombro. Ahora sabemos que se pasó lustros comprando a los árbitros con desenvoltura (amén de que está en la ruina y hasta el Nou Camp se cae a cachos).

¿Qué conclusión emerge de todo esto? Pues que la todavía altiva sociedad catalana tiene unas élites moralmente averiadas, con un modelo poco sano, en el que incluso se alardea de que «300 familias» mangonean la región como si ese hecho constituyese algo positivo.

Cataluña aguanta porque hay millones de catalanes honestos, trabajadores, ingeniosos y cumplidores. También porque en España ha encontrado una auténtica bicoca, con una discriminación constante a su favor (empezando por el arancel textil decimononico y siguiendo gobierno tras gobierno hasta su chollazo actual con Sánchez). Pero su «establishment», que ha ideado la escapada separatista para tapar su montaña de roña, es lo que ahora empieza a verse a las claras: un lacerante estafa de finos modales, gafas modernitas y moral elástica.