La ultraderecha
Nada mejor para reconocer a un comunista que verle llamar fascista a Vox y a todo los que no cacareen sus insufribles mantras
Si cada vez que Sánchez pronunciara la palabra «ultraderecha» España recuperara medio punto del PIB con él perdido, a estas alturas hubiéramos cumplido el viejo sueño de Zapatero, otro genio de las finanzas, y jugaríamos en la Champions de la economía mundial.
La moción de censura, que quizá no era muy útil pero está siendo muy divertida, ha vuelto a poner sobre el tapete el uso abusivo de un término que hace tiempo ya dejó de ser el comodín de la izquierda boba para convertirse en la baraja entera, siempre con cartas marcadas bajo unas mangas trileras eternas.
Ultraderecha, fascista o franquista, antes de Vox y de Abascal, han sido también Rajoy, Rivera, Ayuso, Moreno, Arrimadas y hasta Leguina, El País o La Sexta cuando Podemos necesitaba hacerse hueco a codazos o a Sánchez le urgía enterrar al Tito Berni de turno.
Pero nunca se había alcanzado el paroxismo como con Vox, que no existía con Franco, a diferencia del PSOE, que sí estaba pero no se le esperaba: su clandestinidad fue tan extrema que, como en la canción, muchos pensaron que estaba muerto, pero andaba de parranda, aunque luego logró el rédito electoral que tal vez le hubiera correspondido, comparando méritos y deméritos, al PCE.
El fascismo, como el comunismo, son las dos ideologías que más dolor han generado en Europa, con permiso del nacionalismo o en combinación con él, y ambos están legalmente condenados por la resolución 1481 del Consejo Europeo, lo que en sí mismo ya arroja dos conclusiones: ni aunque Vox quisiera ser fascista podría serlo; y todos los amantes de la coz y el martillo, desde Largo Caballero hasta Pablo Iglesias, deberían ser señalados cada vez que alguien les coloca en la estantería de los demócratas.
Stalin, como recuerda Martin Amis en la imprescindible Koba el terrible, dijo aquello de que «un muerto es un drama, pero veinte millones, una estadística», y casi triplicó la cifra en cuestión para aplicar a rajatabla su máxima.
De Vox podrán rechazarse sus propuestas, parcial o totalmente, pero no su carácter constitucional, su legitimidad democrática e incluso su valor disidente: nada de lo que propone, por contundente que sea, rebasa los límites de la Constitución ni se salta el procedimiento, que es lo que decide siempre si una postura respeta las reglas de juego o las asalta.
Pedir la desaparición de las comunidades autónomas, como en su día sostuvo Vox con una cierta brocha gorda alimentada por la evidencia de que en nombre de las regiones se ha generado otra estructura pública difícil de sostener, es perfectamente legítimo si se somete la propuesta a la normativa vigente y al juego de mayorías que decanta un resultado.
Pegar tiros en la nuca para lograr la independencia de las Vascongadas (utilizo el término con la misma intención que Lérida o Gerona, ya me perdonan) o imponerla a la fuerza en Cataluña es, por el contrario, una ilegalidad, además de una salvajada y una locura.
Que Sánchez se permita criminalizar a Vox mientras se encama con partidos con un pasado negro, un presente chantajista y un futuro disgregador, solo es posible por el ecosistema mediático reinante, capaz de blanquear las peores alianzas con mentiras y de boicotear las más razonables con falsedades.
En España no tenemos un problema con la ultraderecha, ni siquiera en Polonia, Hungría o Italia como cacarean los heraldos de «Pedro y el lobo». Pero sí lo tenemos con el comunismo: de ahí vienen los socios y aliados de Sánchez y en ello está también, por necesidad o convicción, el propio Sánchez. Solo le falta aprobar otro plan quinquenal, premiar a los delatores e irse en el Falcon a la dacha de Las Marismillas. Aunque, bien mirado, todo eso ya lo ha hecho.