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Aire libreIgnacio Sánchez Cámara

Morir no es un derecho

Si es lícito dar muerte a los más indefensos, a los no nacidos y a los enfermos, si incluso se considera un derecho, entonces todo está permitido

La eutanasia (activa) consiste en matar a una persona con su consentimiento (o no). La palabra es un eufemismo. «Buena muerte» es morir sin gran sufrimiento, acompañado por familiares y amigos y con la debida asistencia sanitaria (cuidados paliativos). El homicidio consentido no es una «buena muerte». Tampoco un derecho.

El precepto «no matarás» no es parte de un reglamento moral interno propio de una religión. Que las leyes humanas puedan arbitrariamente subvertir. Es un precepto de la ley moral (natural) que procede de Dios y, derivadamente, de la razón o de la naturaleza. Salvo en estado de necesidad o en defensa propia, matar es siempre una grave violación de la moral. También el homicidio por compasión o filantrópico. Es un atentado contra la dignidad de la persona.

La aceptación social (ciertamente, no unánime) de la eutanasia constituye uno de los más graves errores morales de nuestro tiempo y entraña una degradante transformación antropológica y un cambio en nuestra propia visión como especie. Es una consecuencia más del extravío moral que consiste en hacer de la autonomía individual el supremo criterio del bien y del mal. Una autonomía moral, además, no entendida a la manera kantiana como el conocimiento de la ley moral a través de nuestra razón, sino como la conversión del propio deseo en fuente de la moralidad.

Se trata de un ataque letal a la concepción jurídica clásica que ha imperado durante siglos en nuestra civilización. Si es lícito dar muerte a los más indefensos, a los no nacidos y a los enfermos, si incluso se considera un derecho, entonces todo está permitido. La reciente ley española, declarada constitucional, no regula la despenalización de la eutanasia, sino que la concibe como un derecho. Es posible que la confusión entre lo que es un derecho y lo meramente lícito o permitido haya llegado a nuestro (más bien, suyo) Tribunal Constitucional. Acaso habría bastado hacer como se hizo con el aborto, es decir, configurarlo como delito, y no aplicar la pena en algunos supuestos. O, incluso en todos, pero jamás configurarlo como un derecho. Nunca obtuvo la muerte una victoria semejante: convertirse en un derecho. Derecho a morir y deber de matar. Desde luego, la barbarie no nos amenaza más allá de nuestras fronteras.

Por más que se pretenda no se trata de un conflicto de derechos: el conflicto entre la protección de la vida y el derecho a la autonomía y al libre desarrollo de la personalidad. No hay tal conflicto, y, si lo hubiera, habría que resolverlo en favor de la protección de la vida. Por lo demás, sin vida no veo qué personalidad pueda libremente desarrollarse. Hace muchos años me enseñaron en la Universidad que los derechos fundamentales son irrenunciables. Y parece que el derecho a la vida es uno de ellos. No se puede, pues, renunciar a él, ni existe un derecho a morir. Esta idea frenética y desbocada de la autonomía debería conducir a la aceptación del derecho de la persona a renunciar a su libertad y, por ejemplo, como en la película Stico, venderse como esclavo (o esclava, en homenaje al «dios» género). Cualquier aberración es susceptible de convertirse en derecho. Esto es lo que sucede cuando el buen sentido jurídico se toma vacaciones. El sueño de la justicia produce monstruos. Al menos, dada la división que ha producido la ley en la sociedad, podrían haber cuidado más la objeción de conciencia y no obligar al registro de objetores que entraña una inaceptable presión. Además, los objetores serán apartados de sus pacientes. ¿Por qué no han aprobado, por el contrario, un registro de médicos dispuestos a practicarla? La ley entraña un desprecio a los profesionales de la sanidad y un atentado contra los principios elementales de su deontología profesional. Todo un homenaje al juramento hipocrático.

El Tribunal Constitucional decide lo que, según su criterio, mediatizado por el Gobierno, es o no constitucional, pero no puede convertir el mal en bien, ni lo injusto en justo. El derecho está sometido a la ley moral. Y si incumple gravemente esta ley, deja de ser derecho. La verdad moral no depende del sufragio universal ni de ningún poder del Estado.