PSOE: leyenda y abominación
Nadie de mi edad puede decir, sin que le dé la risa, que no reconozca en cada uno de los abusos de Sánchez exactamente los mismos abusos que aprendió en González
«Con las mismas letras» –dice Aristóteles– «se escribe una tragedia y una comedia». Con las mismas. Y aun en el mismo orden.
120 socialistas alzaron, este fin de semana en Madrid, su voz contra el Doctor Sánchez. Hay, entre ellos, personas a las que aprecio, otras a las que desconozco, alguna a la cual detesto cordialmente. Pero ni aprecio ni desprecio deben pesar un ápice en el ánimo del que escribe. Y los que aprecio en ese grupo, como aquellos a los que desprecio, yerran por igual en un punto. Sustantivo. La afirmación de que el PSOE de Sánchez les sea «irreconocible». Porque –todo afecto o valoración eludido– el PSOE de Sánchez es idéntico, matemáticamente idéntico, a esa cosa a la que Felipe González etiquetó fraudulentamente con la denominación de origen «PSOE». Y nadie, desde luego, de mi edad puede decir, sin que le dé la risa, que no reconozca en cada uno de los abusos de Sánchez exactamente los mismos abusos que aprendió en González.
Lo que hoy llamamos PSOE nació entre Toulouse y Suresnes, entre 1972 y 1974. Las siglas existían antes. Pertenecían a otros y a esos otros fueron robadas. Los clásicos de la teoría política sabían que el derecho no es más que el nombre del poder. Un puñado de ancianitos supervivientes de guerra y exilio poseía el copyright «PSOE». Y ni un átomo de poder real para evitar ser desposeído de esas cuatro letras que, en el teatro crepuscular de la Guerra Fría, todo el mundo sabía cuán decisivas iban a ser, una vez que al dictador, por pura rutina biológica, le diera por morirse en España. Pronto.
Despojados de sus cuatro letras, los ancianos supervivientes, que encabezaba Rodolfo Llopis, fueron puestos de patitas en la calle. Allí murieron. Los fondos alemanes y estadounidenses, con los que mantener en pie la costosa estructura de un partido con ambiciones de llegar muy pronto al gobierno, pasaron a la ilimitada disposición de un grupo de jóvenes ambiciosos, pulcramente preparados por el Departamento de Estado norteamericano para sus futuras funciones. Hubo sus puñaladas entre ellos: todos querían ser «Califa en el lugar del Califa», a la manera de aquel Iznogoud de las maravillosas viñetas de Goscinny: todos, Caudillo en lugar del Caudillo. Uno ganó: aquel al que el Departamento de Estado evaluó como el más adicto. Otros fueron acuchillados. Los más, se avinieron a besar la babucha del ungido: se les compensó opíparamente. Y, al servicio de un González al servicio del Departamento de Estado, fue inventada una cosa nueva, a la cual se superpuso la etiqueta, recién apropiada, «PSOE».
Su coherencia ha sido, desde entonces, implacable. «Plata o bala», por decirlo con la brillante fórmula de aquel fraternal Carlos Andrés Pérez que tanto ayudó, desde la entonces próspera Venezuela, a sus primeras finanzas. Plata o bala. Esplendor o entierro. No ha habido una fraternidad más despiadada en la España moderna que la que esa familia, recubierta con las siglos de un partido centenario, puso en marcha. En todos los campos: en la cultura o el arte como en el negocio.
El 'Tito Berni' es una versión millennial del Roldán en calzoncillos que esnifaba coca en medio de un coro de suripantas. El asalto al poder judicial lo inició –y lo llevó mucho más lejos de lo que después lo haya prolongado nadie– la Ley Orgánica del Poder Judicial con la que, en 1985, González dio muerte –en palabras del hermano del hermano de Guerra– al vejestorio Montesquieu. Los analfabetismos ridículos en el uso de masculinos y femeninos los inició la entonces señora del entonces dicharachero presidente con aquel encantador «jóvenes y jóvenas», que no sé yo si a la mismísima Belarra no le daría hoy vergüenza ajena. El cesarismo despótico con el cual la Moncloa felipista se saltó toda norma, legal como ética, nada tiene que envidiar a este cesarismo «doctoral» del inquilino de ahora. Ni la abismática incultura del uno es muy distinta de la incultura abismática del otro. Felipe gana en lo del GAL. Pero, si el Doctor repite, todo podrá andarse.
«Con las mismas letras se escribe una tragedia y una comedia» Con las mismas letras, y aun en el mismo orden, una leyenda y una abominación: «PSOE».